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(...) Pues quizás, como dice el poeta Rilke, "los animales no ven la muerte. Sólo nosotros la vemos".
Quizás el pensamiento, y el lenguaje en el cual éste se expresa y se comunica, si es que puede disociarse pensamiento y lenguaje, tienen su casa natal en la muerte: la evidencia de ésta da lugar quizás a la reflexión, y a la comunicación o expresión de ésta en palabras, en signos, en escritura. Siendo el previsible fin de nuestras vidas, es, quizás también, el origen de aquello que a éstas acompaña: el pensamiento, el lenguaje, el cual introduce en nosotros y en nuestro entorno la pretensión del sentido al dotar a las cosas de significación. Quizás la muerte, límite final en el cual parece abismarse toda significación, sea también lo que despierta en nostros ese inquieto afán por dotar al mundo, a las cosas, a nosotros mismo de sentido.
(...) Lo característico de nuestro destino occidental consiste, al decir de Hölderlin, en que hemos aprendido a "captarnos a nosotros mismo", y en que esa formación de la subjetividad constituye nuestro patrimonio. Dominamos el mundo desde la subjetividad, pero, en compensación, somos incapaces de "captar algo", es decir, de abrirnos a la comprensión de aquello que proviene de fuera de la subjetividad, de aquellos mensajes, signos, señales o portentos que proceden del "fuego del cielo" y que no pueden ser anticipados, previstos ni programados por nuestro dominio subjetivo del mundo.
Por el contrario, los antiguos, los orientales, y los mismo griegos, que procedían de Oriente, estaban sobre todo familiarizados con esos signos procedentes del "fuego del cielo", mientras que su debilidad radicaba en que no habían aprendido aún a "captarse a sí mismos".
Eugenio Trías, Diccionario del Espíritu, Planeta, 1996
No lo olvides:
caminamos por el infierno,
contemplando flores.
Matsuo Basho, Haiku de las cuatro estaciones, trad. Francisco Villalba,