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(...)
–Pues anda -me dijo-; a ver si consigues cazar a esa bestia.
Y me puso en las manos la espada y la muleta.
Vuelta otra vez a correr detrás del toro hasta echar el pulmón por la boca. Cuando lo alcancé, de nuevo volví a tirarme a matar, y volvió a encunarme y a escupirme contra la arena. "¡Menos mal! –pensé–. Todo el tiempo que esté en el suelo no tendré que estar corriendo." Pero a los pocos segundos ya estaba allí otra vez Calderón levantándome como el que alza a un guiñapo del suelo y poniéndome en las manos los trastos de matar.
A la tercera vez me que me vi frente al toro estaba yo tan desesperado que me tiré a matar echándome materialmente sobre los pitones para que la bestia aquella me matase. Todo era preferible a aquel tormento. Una vez más fui por el aire y caí entre las patas del novillo. Ya sabía yo que el animal no hacía por recogerme, y me encontré muy a gusto en el suelo sintiéndole a mi lado como si fuese mi Ángel de la Guarda. "¡Si pudiera dormirme! –pensaba–. ¡Un ratito siquiera!"
Pero llegó otra vez más el feroz Calderón, esta vez irritado ya conmigo.
–¡Vamos! ¿Qué haces aquí? ¡Arriba!
-¡Es que no puedo, Calderón! –gemí.
-Eso te pasa por hacer la vida que haces, so perdido. ¡Toma, toma! Para que te vayas por ahí de madrugada con las mujeres...
El público empezó a divertirse con aquel inusitado espectáculo. Algún espectador me ha contado luego que se tenía la impresión de que yo era un muñeco mecánico y que cuando Calderón se acercaba a mí parecía que me daba cuerda, me ponía en pie y me echaba otra vez contra el toro.
Entré a matar cien veces, me cogió el toro quince o veinte, y cuando la paciencia del público y del presidente se agotaba y sonaron los clarines para que salieran los mansos, estaba el toro tan vivo como al empezar la lidia.
Acababa el toro de tirarme por vigésima vez contra el suelo cuando sonó el tercer aviso y se abrió el portalón para que salieran los cabestros. Súbitamente me entraron una rabia y una desesperación incontenibles. Me incorporé juntando todas mis energías, y sobreponiéndome al agotamiento me planté de un salto ante el toro, y sin muleta ni estoque, que para nada me servían, me hinqué ante él de rodillas y le desafié frenético:
–¡Mátame, ladrón; mátame!
Estaba ciego de la desesperación. Avancé arrastrando las rodillas por la arena hasta que estuve en la cara del toro, lo cogí por los cuernos, le escupí, y finalmente me puse a aporrearle el hocico a puñetazo limpio al mismo tiempo que le gritaba:
-¡Mátame, asesino; mátame!
Calderón y el mozo de espadas, asustados, intentaban arracarme de allí. Hay una fotografía que reproduce fielmente la escena. El mozo de espadas me tiene cogido por un brazo y Calderón tira de mí agarrándome por el cogote, mientras yo sigo de rodillas debatiéndome entre los largos pitones del toro, que, la verdad, no me mató porque no quiso.
Manuel Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, Alianza
Bien puedes ir en un avión
rodeado todavía de una nube de perfume
mientras tu madre en la casa agoniza.
Tu madre en la punta seca del compás
y el vuelo es el trazo de tiza.
Entonces no te acercas y
agoniza. No tienes la culpa,
eres culpable.
Edgardo Dobry, Cosas, Lumen, 2008