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Yo soy un mal hombre, pero mis diabluras, o por comunes o por frecuentes, ni me han hecho abominable ni exquisitamente reprehensible. Peco, como muchos, emboscado y hundido, con miedo y con vergüenza de los que me atisban. Mirando a mi conciencia, soy facineroso; mirando a los testigos, soy regular, pasadero y tolerable. Soy pecador solapado y delincuente oscuro, de modo que se sospeche y no se jure. Muchos disparates de marca mayor y desconciertos plenarios tengo hechos en esta vida, pero no tan únicos que no los hayan ejecutado otros infinitos antes que yo. Ellos se confunden, se disimulan y pasan entre los demás. El uso plebeyo los conoce, los hace y no los extraña, ni en mí ni en otro, proque todos somos unos y, con corta diferencia, tan malos los unos como los otros.
Diego de Torres Villarroel, Vida, Cátedra, 1980
Los dioses saben más y mejor que nosotros
lo que nos hace falta. Les pedimos un hijo
y nos mandan un lobo, y no los comprendemos.
La vida los olvida. La muerte los inventa.
Y las enfermedades, como bien dijo el sabio,
son dioses que agonizan dentro de nuestro cuerpo,
su último templo en ruinas,
su refugio sin fe. Piden piedad.
Los dioses no comprenden la extraña insensatez
con que hemos decidido acabar con nosotros
acabando con ellos, el orgullo
con que los despreciamos.
Los dioses piden poco: que no los olvidemos.
Pero es mucho pedirle a una raza de esclavos
que han hecho del olvido su misión y su vida
y su razón de ser.
Los dioses callan,
resignados, y mueren en silencio
dentro de cada uno de sus antiguos súbditos.
Juan Vicente Piqueras, Atenas, Visor, 2013
Un puente me deja ileso
frente a un lago y un bosque,
y entro en el más sereno
tratado de las pasiones.
Eduardo Mitre, Obra poética (1965-1998), Pre-Textos, 2012