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Venus clara que vagas por los cielos,
oye mi voz que va a cantar en llantos
mientras tu rostro luzca allá en lo alto
sus dolientes fatigas y desvelos.
Mis ojos, en vigilia, se harán tiernos,
al verte el llanto suyo harán más largo
y aún más empaparán mi lecho blando
al saberte testigo de sus duelos.
De los humanos las cansadas almas
toman reposo y toman sueño dulce.
Mi mal soporto en tanto el sol reluce.
Mas cuando me hallo toda destrozada
y ya sin fuerzas voy hasta la alcoba
mi mal me hace gritar la noche toda.
Clere Venus, qui erres par le Cieus,
Entens ma voix qui en pleins chantera,
Tant que ta face au haut du Ciel luira,
Son long travail et souce ennuieus.
Mon oeil veillant s'atendrira bien mieus,
Et plus de pleurs te voyant gettera.
Mieus mon lit mol de larmes baignera,
De ses travaus voyant témoins tes yeus.
Donq des humains sont les lassez esprits
De dous repos et de sommeil espris.
J'endure mal tant que le Soleil luit:
Et quand je suis quasi toute cassee,
Et que me suis mise en mon lit lassee,
Crier me faut mon mal toute la nuit.
Louise Labé, Sonetos y elegías, trad. Aurora Luque, Acantilado, 2011
Lockman se dispone a golpear ligeramente la bola.
En la grada superior hay un hombre que se dedica a hojear un ejemplar del último número de Life. En la calle Doce de Brooklyn hay un hombre que ha conectado un magnetófono a su radio para poder grabar la voz de Russ Hodges mientras retransmite el partido. El hombre ignora por qué lo hace. Se trata simplemente de un impulso, de un capricho, es como asistir dos veces al mismo partido, es como ser joven y ser viejo, pero terminará siendo la única grabación conocida de la célebre crónica que haga Russ de los momentos finales del partido. Del partido y de sus prolongaciones. La mujer que cuece el repollo. El hombre que desearía abandonar la bebida. Unos y otros, representan el alma más remota del partido. Vinculados por la voz pulsante de la radio, conectados al boca a boca que recita el tanteo por la calle y a los hinchas que llaman a un número especial y a la multitud del estadio, convertida en imagen de televisión, personas del tamaño de medianos de arroz, y el partido en forma de rumor y conjetura e historia local. Hay en el Bronx un chaval de dieciséis años que se lleva la radio a la azotea del edificio para poder escucharlo a solas, un hincha de los Dodgers tendido bajo el crepúsculo que recoge el relato del golpe fallido y de la pelota que asegura la carrera del empate y que alza la mirada sobre los tejados, sobre esas playas de alquitrán, con sus tendederos y sus palomares y sus áticos esparcidos, y siente un escalofrío. El partido no cambia tu modo de dormir o de lavarte la cara o de masticar tus alimentos. Cambia nada menos que tu vida.
Don DeLillo, Submundo, Circe Ediciones, 2000
¿Quién tiene el bastón de Artaud? Cuando me preguntan por un supremo signo o imagen de la locura siempre pienso en ese bastón al que su dueño le hizo poner una puntera de hierro con la que golpeaba violentamente los adoquines de París para sacar chispas con él. Estaba el bastón cubierto de nudos y tenía doscientos millones de fibras y marqueterías de signos mágicos. Y Artaud le sacaba chispas porque decía que el bastón llevaba en el noveno nudo el signo mágico del rayo y que el número nueve siempre fue la cifra de la destrucción a través del fuego. Artaud perdió ese bastón (que le regaló René Thomas) en su extraño viaje a Irlanda, lo perdió tras una reyerta frente al Jesuit College de Dublín. ¿Quién tiene el Santo Grial de la locura? ¿Quién se quedó con el bastón de Artaud? Me gustaría escribir una novela en la que alguien viaja a Dublín para investigar el paradero del bastón de Artaud. ¿Quién tiene, señores, el bastón de Artaud, ese bastón que es el eje central de la locura en Occidente?
Enrique Vila-Matas, Dietario voluble, Anagrama, 2008
A Hayden Carruth
No os lamentéis por haberos perdido
al perro de seis patas. Nosotros lo hemos visto
y se pasa casi todo el tiempo tirado en el suelo.
En cuanto a lo de sus patas de más,
te acostumbras en seguida
y acabas pensando en otras cosas,
tipo qué noche tan fría y siniestra
para venir a la feria.
Su amo arrojó un palo a lo lejos
y el perrro salió corriendo tras él.
Corría con cuatro patas y las otras dos le colgaban,
y una chica se reía muchísimo de eso.
Estaba borracha, y también lo estaba el hombrre
que le besaba el cuello sin parar.
El perro volvió con el palo y se quedó mirándonos.
Y ese era todo el espectáculo.
for Hayden Carruth
If you didn't see the six-legged dog,
It doesn't matter.
We did and he mostly lay in the corner.
As for the extra legs,
One got used to them quickly
And thought of other things.
Like, what a cold, dark night
To be out at the fair.
Then the keeper threw a stick
And the dog went after it
On four legs, the other two flapping behind,
Wich made one girl shriek with laughter.
She was drunk and so was the man
Who kept kissing her neck.
The dog got the stick and looked back at us.
And that was the whole show.
Charles Simic, La voz a las tres de la madrugada, trad. Martín López-Vega, DVD Ediciones, 2009
Pero en la espumosa confusión de los adversarios que se debatían mezclados, los tiradores no siempre daban en el blanco: esto reveló otro aspecto de la increíble voracidad del enemigo. Los tiburones no sólo se mordían ferozmente las vísceras colgantes unos a otros, sino que se doblaban como arcos flexibles y se mordían a sí mismos, de modo que al fin esas entrañas parecían tragadas una y otra vez por la misma boca para ser arrojadas por la herida abierta en el lado opuesto. Y esto no era todo. Era peligroso mezclarse con los cadáveres y los espectros de esos seres. En sus huesos y articulaciones parecía esconderse una especie de vitalidad genérica o panteísta, aun después de extinguirse lo que podríamos llamar la vida individual. Muerto e izado a bordo para quitarle la piel, uno de esos tiburones estuvo a punto de arrancar una mano al pobre Queequeg, cuando éste trató de bajar el belfo muerto sobre la quijada asesina.
Herman Melville, Moby Dick, Mondadori, 2003