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Lockman se dispone a golpear ligeramente la bola.
En la grada superior hay un hombre que se dedica a hojear un ejemplar del último número de Life. En la calle Doce de Brooklyn hay un hombre que ha conectado un magnetófono a su radio para poder grabar la voz de Russ Hodges mientras retransmite el partido. El hombre ignora por qué lo hace. Se trata simplemente de un impulso, de un capricho, es como asistir dos veces al mismo partido, es como ser joven y ser viejo, pero terminará siendo la única grabación conocida de la célebre crónica que haga Russ de los momentos finales del partido. Del partido y de sus prolongaciones. La mujer que cuece el repollo. El hombre que desearía abandonar la bebida. Unos y otros, representan el alma más remota del partido. Vinculados por la voz pulsante de la radio, conectados al boca a boca que recita el tanteo por la calle y a los hinchas que llaman a un número especial y a la multitud del estadio, convertida en imagen de televisión, personas del tamaño de medianos de arroz, y el partido en forma de rumor y conjetura e historia local. Hay en el Bronx un chaval de dieciséis años que se lleva la radio a la azotea del edificio para poder escucharlo a solas, un hincha de los Dodgers tendido bajo el crepúsculo que recoge el relato del golpe fallido y de la pelota que asegura la carrera del empate y que alza la mirada sobre los tejados, sobre esas playas de alquitrán, con sus tendederos y sus palomares y sus áticos esparcidos, y siente un escalofrío. El partido no cambia tu modo de dormir o de lavarte la cara o de masticar tus alimentos. Cambia nada menos que tu vida.
Don DeLillo, Submundo, Circe Ediciones, 2000
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