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Cayó un trozo de muro de barro y estacas, y por la negra brecha salió como una centella un monstruo espantable, arrojando humo por las narices, agitando su melena de chispas, batiendo desesperadamente la cola como escoba de fuego, que esparcía un hedor de pelos quemados.
Era el rocín. Pasó con prodigioso salto por encima de la familia, corriendo locamente por los campos, buscando instintivamente la acequia, donde cayó con un chirrido de hierro que se apaga.
Tras él, arrastrándose como un demonio ebrio, lanzando espantables gruñidos, salió otro espectro de fuego, el cerdo, que se desplomó en medio del campo, ardiendo como una antorcha de grasa.
Vicente Blasco Ibáñez, La barraca
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