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jueves, 10 de enero de 2008

El barón rampante

-¿Adónde vas?
Lo veíamos por la puerta de cristales mientras en el vestíbulo cogía su tricornio y su espadín.
-¡Yo lo sé! -corrió al jardín.
Al rato, por las ventanas, lo vimos trepar al acebo. Estaba vestido y peinado con toda propiedad, como nuestro padre quería que viniera a la mesa, a pesar de sus doce años: cabellos empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con faldones, calzones de color malva, espadín, y altas polainas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a un modo de vestir más acorde con nuestra vida campesina. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba exento de empolvarme el cabello, salvo en las ocasiones de gala, y del espadín, que en cambio me habría gustado llevar.) Y así subía al nudoso árbol, moviendo brazos y piernas por las ramas con la seguridad y la rapidez que procedían de las largas prácticas que habíamos hecho juntos.

Italo Calvino, El barón rampante (fragmento)