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sábado, 3 de septiembre de 2011

La belle dame sans merci - John Keats - J. W. Waterhouse - J. E. Cirlot - F. J. Schaffner



Ballad
I.






O WHAT can ail thee, knight-at-arms,


Alone and palely loitering?


The sedge has wither’d from the lake,


And no birds sing.






II.






O what can ail thee, knight-at-arms!


So haggard and so woe-begone?


The squirrel’s granary is full,


And the harvest’s done.






III.






I see a lily on thy brow


With anguish moist and fever dew, 


And on thy cheeks a fading rose


Fast withereth too.






IV.






I met a lady in the meads,


Full beautiful—a faery’s child,


Her hair was long, her foot was light, 


And her eyes were wild.






V.






I made a garland for her head,


And bracelets too, and fragrant zone;


She look’d at me as she did love,


And made sweet moan. 






VI.






I set her on my pacing steed,


And nothing else saw all day long,


For sidelong would she bend, and sing


A faery’s song.






VII.






She found me roots of relish sweet,


And honey wild, and manna dew,


And sure in language strange she said—


“I love thee true.”






VIII.






She took me to her elfin grot,


And there she wept, and sigh’d fill sore, 


And there I shut her wild wild eyes


With kisses four.






IX.






And there she lulled me asleep,


And there I dream’d—Ah! woe betide!


The latest dream I ever dream’d 


On the cold hill’s side.






X.






I saw pale kings and princes too,


Pale warriors, death-pale were they all;


They cried—“La Belle Dame sans Merci


Hath thee in thrall!”






XI.






I saw their starved lips in the gloam,


With horrid warning gaped wide,


And I awoke and found me here,


On the cold hill’s side.






XII.






And this is why I sojourn here,


Alone and palely loitering,


Though the sedge is wither’d from the lake,


And no birds sing.







I





¿De qué adoleces, caballero,
tan solo y pálido vagando?
Del lago el junco se ha secado,
y no cantan los pájaros.






II




¿De qué adoleces, caballero,
desmejorado y miserable?
La ardilla ha llenado su granero,
se ha dado la cosecha.






III






Un lirio veo sobre tu frente
de helada angustia y fiebre en vaho,
y en tus mejillas una rosa
también se ha marchitado.






IV






Traté a una dama en la pradera,
hermosa y bella – un hada niña.
De pelo largo y pies ligeros,
salvaje la mirada.






V






Tejí guirnaldas en su frente,
pulsera y cinto perfumados.
Y me miró cual si me amara,
gimiendo dulcemente.






VI






En mi corcel la hube sentado,
y en todo el día no vi más nada.
Pues de soslayo ella entonó,
una canción de hadas.




VII





Halló por mí raíces dulces,
y miel silvestre y maná fresco.
Y en una extraña lengua dijo:
“En verdad que te amo.”






VIII






Y me llevó a su cueva de elfos,
cayó en lamentos y sollozos.
Y yo cerré sus fieros ojos,
con abundantes besos.






IX






Y me arrulló hasta que dormí,
y ahí soñé lo más horrible
que haya soñado alguna vez,
en esta fría ladera.






X






Vi Reyes pálidos, Princesas,
Guerreros: todos cadavéricos,
gemían: “la bella dama sin
piedad te tiene preso.”






XI






Hambrientos labios en las sombras,
me dieron su hórrida advertencia.
Y desperté: me encontré aquí,
en esta fría ladera.






XII






He ahí el porqué aquí permanezco,
tan solo y pálido vagando.
Si bien del lago el junco se ha secado,
y no cantan los pájaros.



John Keats, La belle dame sans merci, trad. Milton Medellín, aquí


La belle dame sans merci, John William Waterhouse



Es mi espada del año mil que llora,
no yo.

Mi corazón es blanco y no se queja.



Juan Eduardo Cirlot, Obra poética, Ciclo de Bronwyn, Cátedra, 1997




The war lord (1965), Franklin J. Schaffner





sábado, 20 de agosto de 2011

Juan Eduardo Cirlot

                                        
                                  
                                                              
                                                                
                                                                  

Mi cabeza no humana se asoma a la ventana;
con ojos de dragón veo pasar los hombres,
con boca de volcán asisto a un resplandor de crepúsculo,
con manos minerales y cuerpo de cristal retorcido
estoy en una casa humana.

Juan Eduardo Cirlot, Del no mundo, Siruela, 2008

sábado, 22 de enero de 2011

Ouroboros - Juan Eduardo Cirlot


"Synosius" (1478)


Ouroboros

Este símbolo, que aparece principalmente entre los gnósticos, es un dragón o serpiente que se muerde la cola. En el sentido más general, simboliza el tiempo y la continuidad de la vida. En sus representaciones lleva por complemento una inscripción que dice: Hen to pan (el Uno, el Todo). Así aparece en el Codex Marcianus del siglo II después de Jesucristo. Ha sido interpretado también como la unión del principio ctónico de la serpiente y el principio celeste del pájaro (síntesis que puede aplicarse al dragón). (...)

Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Siruela

viernes, 31 de diciembre de 2010

Juan-Eduardo Cirlot - El libro de Cartago






Oh, Baal. ¿Quién soy yo? Soy un barquero que ha llegado de otra edad; que ha regresado de otras islas, que ha navegado sin creer en la realidad de la aniquilación de las costas patriarcales. He visto las puertas arruinadas, llenas de topacios; he visto los palacios calcinados y en mis ojos sus muertes sonreían como yo te sonrío a ti.

Juan-Eduardo Cirlot, El libro de Cartago, Igitur, 1998

jueves, 27 de agosto de 2009

Signo - Juan-Eduardo Cirlot






Signo

Según Ramón Llull, "la significación es la revelación de los secretos que son mostrados con el signo", tesis que acentúa el valor del signo, como hecho y como realidad. En cambio, para Stanislas de Guaita (Essais de Sciences Maudites, II, París 1915) el signo es el "punto de apoyo que requiere la voluntad (o la conciencia) para proyectarse hacia un objeto prefijado". El signo es, pues, la concreción, el síntoma de una realidad invisible e interior y, a la vez, el medio de recordar al pensamiento esa realidad en un aspecto determinado. Determinación y sentido son inmanentes en el signo. La teoría ocultista de las "signaturas" concibe todo cuanto existe como signo y cree factible su "lectura" (la forma de un árbol, la situación de tres o más rocas en una llanura, el color de unos ojos, las marcas hechas por las fuerzas naturales en una zona de terreno natural o artificial, la estructura de un paisaje, el esquema de una constelación, etc.). Auguste Rodin, realista que confinó siempre con el simbolismo, en sus Conversaciones reunidas por Paul Gsell situó todo el arte bajo ese mismo dominio de la significacion diciendo: "Las líneas y los matices no son para nosotros otra cosa que los signos de una realidad oculta. Más allá de las superficies, nuestras miradas se sumergen hasta el espíritu...". El pintor Gustave Moreau se expresó parecidamente al referirse a "La evocación del pensamiento por la línea, el arabesco y los medios plásticos". En el siglo actual, Max Ernst y Dubuffet, entre otros artistas, han explicado sus investigaciones gráficas y pictóricas como una inmersión en lo psíquico proyectado en la materia. De otro lado, C. G. Jung explica de igual modo la empresa alquímica.

Juan-Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Ediciones Siruela

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Dice el signo






Un dios ha sonreído sobre el mundo
floreciente de rosas lanzas de oro.
Los vientos y las vírgenes desnudan
la piedra en donde asciende el horizonte.
Cristal de muchedumbres desvariadas;
las aguas subcelestes se reaniman
y un cántico nupcial se desmorona
golpeando la sangre transparente
con su estéril conjunto de esmeraldas.

Cartago se parece a mi tristeza.
Yo voy por una senda enmudecida.
Un cisne se debate allá a lo lejos
e inundadas dulzuras lo rodean.
Dolientes litorales, selvas blancas,
constituyen su desbordante cerco,
debajo de esos labios extendidos
de ese monte de luz, de esa muralla.

Como un vuelo pausado vienen voces.
"Esclavo fugitivo" dice el signo.
Idiomas abolidos me recobran
y un clamor enlutado me sacude.
Mi corazón, abierto en tus rodillas,
Oh sombra desatada, llama dura,
espera el retroceso. No es posible
caer desde tan hondo como canto,
no es posible quebrarse las pupilas,
huir con los cabellos abrasados,
llorar sobre una ausencia tan cercana.

Intocables doncellas ponen sellos
de muerte a los palomos en el pico.
Elevadas ciudades de cemento
me rechazan, lo sé. Pasan las nubes.
Exóticos océanos antiguos
reclaman el incienso que consumo.
"Regresa" llevo escrito entre los ojos.
Y miro aquella línea de jacintos,
aquella negra plata entre la nieve,
aquellos rizos suaves del olvido
temblar en supliciado desconcierto.

En pie sobre esta orilla que se aleja
recito mis recuerdos. Permanezco
parado ante las cosas que me asaltan.
Consulto consteladas destrucciones,
agoto mi rumor ante ese cuerpo
herido rudamente por el alba,
cerrado a las estrellas y a los besos.

Un templo asesinado se levanta,
un templo hecho de páginas de sangre
floreciente de verdes lanzas de oro.
Su mármol asistido de amapolas
reúne los motivos de la angustia,
ampara los rebaños ateridos.

No sé cuál es mi nombre ni mi patria,
no tengo propiedades ni caricias,
abandonos intensos me residen.
Contemplo un gran paisaje emocionante
donde siempre atardece cuando llego.
Cartago me sonríe entre la espuma.
"Esclavo fugitivo" dice el signo.

Juan-Eduardo Cirlot, en Obra poética, Cátedra

domingo, 19 de octubre de 2008

Elegía sumeria






INTRODUCCION


Todos los pasos tienen la forma del pasado,
la forma de las formas donde todo se muere
cayendo en su recinto de plata desbordada,
elegida en el borde de las sombras azules.

Debajo de los días de mis contestaciones
a todas las murallas que la noche reparte
en torno a mi tristeza de roto alucinado
donde el sol no golpea con sus labios en flor.

Debajo de esas causas de elemento remoto:
de esos pasos perdidos que mis manos soportan,
escribo dulcemente con el rostro vertido
hacia la extensa tierra que se eleva ante mí.

Es una tierra lenta de rosas muy oscuras,
una tierra de nombres y puñados de vidrio,
una tierra de grana con estaño incendiario,
una tierra de paja con trenzas de aceite.

Todos sus movimientos me consultan ardiendo,
todas sus invasiones se me acercan de pronto;
cuando de mi agonía resurjo hacia las calles
y paso por mis sangres escucho sus lamentos.

Voy a estar concordando las cuerdas de esa luz
que el aire petrifica rondándome los ojos.
Voy a poner sus arpas encima de mi mesa
donde escribo despacio su forma desgraciada.

Son rediles de polvo mezclado con topacios,
pescados hacinados sobre la cal deshecha
son hombros de jacintos y caderas de sábana
donde todo amontona su rumor de maderos.

Todos los pasos tienen la forma del pasado;
de un pasado sin boca para besar la orilla
de otra existencia hermosa que nunca se ha tenido
a pesar de las fiestas del corazón en llamas.

Entonces a lo largo de mi paciencia nacen
las tibias caravanas de las blancas cisternas,
los amores redondos de los pozos ocultos,
las banderas inscritas en le mármol salvaje.

Miro con mis recuerdos la zona de ese campo
en el que un gran sollozo persiste de rodillas.
Desde la tarde o noche donde un árbol violeta
esparce su mirada, también contemplo el tiempo.

Miro su vestidura de brillo y crisantemos,
su peligrosa fuerza de ventana cortada,
su pensamiento vivo creciendo con las zarzas
entre las alabanzas de los cánticos solos.

Debajo de esas causas de elemento perdido
hay una tierra suave que palpita ante mí.
Es una tierra echada sobre su propio vientre
lleno de estrellas negras y de voces lejanas.

Cuando todo lo mío se muere y despedaza
partido por el ansia de lo que me traiciona,
del crimen cometido por mí contra mis cielos
yo miro ese terreno de temblor y ternura.

Escribo para oírme vivir sobre sus tersas
orillas renacidas en un sarcófago rojo.
De sus sonidos de oro tomo mis instrumentos
hechos de siemprevivas y cabellos heridos.

Todos los pasos tienen la forma del pasado
donde todo se ahonda cayendo hacia el amor,
que es la perfecta nada de todo lo que canta
con la mirada aguda que el diamante describe.

Ya sé que me repito como un muerto que avanza
desde sus pobres ropas deshechas y en la sombra,
hacia la caja enorme donde el mundo le estrecha
para guardar la esencia de su ser miserable.

No me importa la gloria que grita en las paredes
con garfios de tormento la aurora de los días.
No obstante, reconozco la causa de mi origen
atado a la salmodia de los nombres que crujen.

Debo cantar las ansias de la roca extasiada,
las ansias de los peces que lloran su océano,
las ansias de los signos escritos con zafiros
en las llagas inmensas de las naciones secas.

No me importa la gloria, pero adoro mi voz;
mi voz hecha de torres y relámpagos negros
mi voz de combatiente por una guerra antigua,
mi voz de sacerdote con ojos de jaguar.

Es donde mi tristeza se transforma en países,
en lo que todo estalla en floras de riquezas,
en las que me sumerjo con las venas abiertas
para llenar mi espalda de tatuajes eternos.


Juan-Eduardo Cirlot, de Elegía sumeria
En Obra poética, Cátedra

domingo, 7 de octubre de 2007

Juan-Eduardo Cirlot - El libro de Cartago



Oh, Baal, dueño mío. Para que me reconocieras, he mutilado mi lengua con el fuego. Mi voz no debe sonar como las de los otros.
Mi voz debe sonar a tambor sombrío, a caverna desnuda, a sollozante pan de ceniza endurecida.

Oh, Baal, Cartago se parece a mi tristeza. Es un ronco plumaje de caliza, un estremecimiento de caderas y de muslos rozados; es un lugar caído entre la espuma, cuyos áridos lirios crecen y crecen con persistencia horrenda, quemada por el dolor de ese crecimiento inacabable.

(Juan-Eduardo Cirlot, fragmento de El libro de Cartago)

domingo, 2 de septiembre de 2007

Juan-Eduardo Cirlot - Momento



MOMENTO

Mi cuerpo se pasea por una habitación llena de libros y de espadas y con dos cruces góticas;
sobre mi mesa están Art of the European Iron Age y The Age of Plantagenets and Valois,
aparte de un resumen de la Ars Magna de Lulio.

Las fotografías de Bronwyn están en sus carpetas, como tantas otras cosas que guardo (versos, ideas, citas, fotos).

Si ahora fuera a morir, en esta tarde (son las 6) de finales de mayo de 1971, y lo supiera de antemano, no me conmovería mucho, ni siquiera a causa del poema
"La Quête de Bronwyn" que está en imprenta.

En rigor, no creo en la "otra vida", ni en la reencarnación, ni tengo la dicha (menos aún) de creer que se puede renacer hacia atrás, por ejemplo, en el siglo XI.

Sé que me espera la nada, y como la nada es
inexperimentable, me espera algo no sé dónde ni cómo,
posiblemente ser en cualquier existente como ahora soy en
Juan-Eduardo Cirlot.

Mi cuerpo me estorbaría y desearía la muerte –ah, cómo la desearía– si pudiera
creer en que el alma es algo en sí que se puede alejar
e ir hacia los bosques estelares donde el triángulo invertido
de los ojos y boca de Rosemary Forsyth
me lanzaría de nuevo a la tierra de los hombres, porque en
esta vida no he sabido o no he podido
trascender la condición humana, y el amor ha sido mi
elemento,
aunque fuese un amor hecho de nada, para la nada y
donde nunca.

Estoy oyendo Khamma de Debussy, que, sin ser uno de mis
músicos favoritos (éstos son Scriabin, Schönberg y otros)
no deja de ayudarme cuando estoy triste, que es casi siempre.

Mi tristeza proviene de que me acuerdo demasiado de
Roma y de mis campañas con Lúculo, Pompeyo o Sila,
y de que recuerdo también el brillo dorado de mis mallas
doradas en los tiempos románicos,
y proviene de que nunca pude encontrar a Bronwyn
cuando, entonces, en el siglo XI,
regresé de la capital de Brabante y fui a Frisia en su busca.
Pero, pensándolo bien, mi tristeza es anterior a todo esto,
pues cuando fui en Egipto vendedor caballos,
ya era un hombre conocido como "el triste".

Y es que el ángel, en mí, siempre está a punto de rasgar el
velo del cuerpo,
y el ángel que no se rebeló y luchó contra Lucifer, pero
más tarde
cedió a las hijas de los hombres y se hizo hombre,
ese ángel es el peor de los dragones.

Juan-Eduardo Cirlot, de Poesía, 1974

sábado, 21 de julio de 2007

Juan-Eduardo Cirlot



Son los restos del hierro entremezclados.
Son signos, huesos, llamas
que persisten en láminas de piedra.

Olas entrelazadas, alas,
azules espirales, cruces.

Las ruinas de las runas en silencio.


Juan-Eduardo Cirlot, de Un poema del siglo VIII