viernes, 30 de octubre de 2009

Enric González - Educación

La televisión, a veces, puede ser educativa. Puede ofrecer lecciones que valen para todos, y muy especialmente para los niños. ¿Qué deberían aprender los chavales? Pues lo mismo que deberíamos aprender los mayores. Que el trabajo tiene mucho que ver con la dignidad, por ejemplo, y que el trabajo nunca es inútil. Y que la prepotencia, en cambio, no es digna y no lleva a ninguna parte. Los niños acabarán aprendiendo, casi siempre por las malas, que los fuertes suelen ganar y los débiles suelen perder. Convendría que tuvieran muy claro, sin embargo, que en algunas ocasiones no es así, y que la historia no está predeterminada, y que el cinismo disminuye el dolor, pero incapacita para el placer.

Otra lección apropiada tiene que ver con la autoestima. Hay que ser valiente, hay que mirar de frente al peligro. Hay que saber que siempre hay alguien más listo o más poderoso, pero no hay nadie superior a nadie. Hay que recordar que las jerarquías son simples convenciones sociales. Hay que tener muy presente que por mal que esté uno no deja de merecer el amor de los suyos. Y que el desprecio que pueda recibir de otros es eso, algo de otros, y no vale la pena perder el tiempo con los asuntos ajenos. Algo más, muy importante: la honradez vale más, muchísimo más, que el dinero.

El martes hubo una emisión televisiva que transmitía todos estos valores, y alguno más. Fue el partido Alcorcón-Real Madrid. Incluso los seguidores madridistas comprenden, supongo, que fue un partido hermoso, de los que se recuerdan de por vida. Esos 90 minutos contuvieron lecciones de gran nivel moral, expuestas de la forma más amena. Nadie debería sentirse humillado por lo que ocurrió: el Real Madrid, al fin y al cabo, colaboró en una buena causa. Su derrota ante el Milan fue abyecta. Su derrota ante el Alcorcón fue algo distinto: contribuyó a mejorar la vida de todos, porque es bueno que los poderosos pierdan alguna vez, y es muy bueno que los débiles disfruten alguna vez de un éxito redondo, sonoro, merecido.

El Alcorcón-Real Madrid fue el mejor programa educativo de la temporada. Por desgracia, se emitió fuera del horario infantil.

Enric González, El País, 30-10-2009

Man Ray




Man Ray, Negra y blanca (1926)

Birgitta Trotzig - (Umbral, límite, diferencia, fuera, dentro)






¿Cuál es la conexión entre el arte y la naturaleza?
¿Dónde surge el espacio imaginario que no es ni lo uno ni lo otro?
Uno puede arreglárselas sin eso que llaman el yo.
El límite, el secreto del umbral. ¿Qué es fuera, qué es dentro, qué es fuera de mí, qué es dentro de mí?
En el umbral. No hacia aquí, no más allá.
Justamente en el movimiento por encima del umbral.
Se raja la membrana ilusoria, la mirada falsificada del "yo".
Entonces el mundo se desnuda. La luz habla, las piedras respiran. El ojo es un planeta negro,
el mundo es ahora mirada. Los árboles levantan sus raíces del seno de la tierra, la sacan del humus de los árboles muertos. El fango y las huellas de los hombres son la mirada de la ceguera, las manos y el tacto de la oscuridad. En lo profundo de la noche las constelaciones dibujan lo terminado y lo que está sin terminar.
El saetero lanza su flecha, es mortal.
Todo le habla a todo. En la luz del espacio, en la luz de la oscuridad. El mensaje se revela.

Birgitta Trotzig, Contexto. Material, Visor

sábado, 24 de octubre de 2009

Rolf Jacobsen - La verdad






La verdad está delante de tu puerta.
La ropa hecha jirones. Está enferma.
Lleva un niño en brazos. Quiere entrar.
¿Oyes los ladridos del perro? Tiene miedo.
Tú ¿qué haces? Si abres
cambiará tu vida.

¿Dudas?
¿Tú también?

Rolf Jacobsen, Afinidades afectivas, Antología de poesía nórdica, Francisco J. Uriz
Biblioteca Golpe de Dados

La muerte del rey Arturo






Cuando el rey ve este golpe, exclama apesadumbrado: "¡Ay! Dios, ¿por qué dejáis que pierda todo el valor terreno? Por este golpe veo que aquí tenemos que morir o Modert o yo." Toma una lanza gruesa y fuerte y, a todo el galope de su caballo, ataca a Mordret; éste, que se da cuenta de que el rey no desea otra cosa sino matarle, no le rehúye, antes bien, le dirige la cabeza de su caballo; el rey, que viene con toda su fuerza, le golpea con tal vigor que le rompe las mallas de la cota y le hunde en el cuerpo la punta de su lanza. Cuenta la historia que, al sacar la lanza, atravesó la herida un rayo de sol, de forma tan clara que lo vio Giflete y los de aquella tierra decían que había sido señal de la pena de Nuestro Señor. Cuando Mordret se ve herido, piensa que está herido de muerte; da un golpe sobre el yelmo del rey Arturo, a quien nada pudo impedir que sintiera la espada en la cabeza, e incluso, le hizo un corte en la parte del cráneo; el rey Arturo se quedó aturdido por este golpe, cayéndose del caballo, y lo mismo le ocurrió a Mordret; están los dos tan heridos que nadie puede hacer que se levanten y yacen el uno al lado del otro.

La muerte del rey Arturo, traducción Carlos Alvar, Alianza Editorial

Pierre Michon







Crecieron. La pesada aventura del crecimiento terminaba, nos extrañaba que no fuera eterna. Roland no se volvía más alegre: los libros lo habían perdido, como dicen las buenas gentes, como me dijo poco después mi abuela. ¿Perdido? Sí, lo estaba -siempre lo había estado-, en este mundo que nunca veía tan bien como en los libros que para él lo sustituían, pero en lugar de negación, de súplica siempre rechazada, y de maldad insondable, como, bajo las líneas tenaces enganchadas entre sí, la coquetería infernal de una mujer acorazada de plomo, que se encuentra debajo, a la que deseamos hasta el crimen, cuyo punto flaco -que está en algún lado entre dos líneas, que suponemos y buscamos temblando, que estará al final de esa página, en el rincón de ese párrafo, cerquita y evadiéndose- nunca podremos encontrar; y al día siguiente volvemos sobre la pista de ese pequeño resquicio, lo vamos a encontrar, todo se abrirá y por fin estaremos liberados de la lectura, pero llega la noche y volvemos a cerrar la página de plomo invencible, caemos como plomo. No penetraba el secreto de los autores, el elegante vestido que le habían puesto a la escritura estaba demasiado bien abrochado para que Roland Bakroot, de Saint-Priest-Palus, no sólo pudiera levantarlo, sino incluso supiera si por debajo había carne o sólo aire: y yo creía entenderlo, al adusto, al bachiller de la Triste Figura, yo, con mi cretinismo lírico que daba en ese entonces su viraje irremediable, por su camino almenado de plomo, por el camino de ronda al que me lleva mi vértigo, donde una vez más bailo con los Bakroot, hacia no sé qué última frase que deberé concluir, sin haber adelantado nada.

Pierre Michon, Vidas minúsculas, Anagrama

sábado, 17 de octubre de 2009

César Vallejo - Trilce






XXXIII


Si lloviera esta noche, retiraríame
de aquí a mil años.
Mejor a cien no más.
Como si nada hubiese ocurrido, haría
la cuenta de que vengo todavía.

O sin madre, sin amada, sin porfía
de agacharme a aguaitar al fondo, a puro
pulso,
esta noche así, estaría escarmenando
la fibra védica,
la lana védica de mi fin final, hilo
del diantre, traza de haber tenido
por las narices
a dos badajos inacordes de tiempo
en una misma campana.

Haga la cuenta de mi vida,
o haga la cuenta de no haber aún nacido,
no alcanzaré a librarme.

No será lo que aún no haya venido, sino
lo que ha llegado y ya se ha ido,
sino lo que ha llegado y ya se ha ido.

César Vallejo, Trilce, Cátedra

Marcel Schwob - La cruzada de los niños

Relato del leproso


Si deseáis comprender lo que quiero deciros, sabed que tengo la cabeza cubierta con un capuchón blanco y que agito una matraca de madera dura. Ya no sé cómo es mi rostro, pero tengo miedo de mis manos. Van ante mí como bestias escamosas y lívidas. Quisiera cortármelas. Tengo vergüenza de lo que tocan. Me parece que hacen desfallecer los frutos rojos que tomo; y creo que bajo ellas se marchitan las raíces que arranco. Domine ceterorum libera me! El Salvador no expió mi pálido pecado. Estoy olvidado hasta la resurrección. Como el sapo empotrado al frío de la Luna en una piedra obscura, permaneceré encerrado en mi escoria odiosa cuando los otros se levanten con su cuerpo claro. Domine ceterorum fac me liberum: leprosus sum. Soy solitario y tengo horror. Sólo mis dientes han conservado su blancura natural. Los animales se asustan, y mi alma quisiera huir. El día se aparta de mí. Hace mil doscientos doce años que su Salvador los salvó, y no ha tenido piedad de mí. No fui tocado con la sangrienta lanza que lo atravesó. Tal vez la sangre del Señor de los otros me habría curado. Sueño a menudo con la sangre; podría morder con mis dientes; son blancos. Puesto que Él no ha querido dármelo, tengo avidez de tomar lo que le pertenece. He aquí por qué aceché a los niños que descendían del país de Vendome hacia esta selva del Loira. Tenían cruces y estaban sometidos a Él. Sus cuerpos eran Su cuerpo y Él no me ha hecho parte de su cuerpo. Me rodea en la Tierra una condenación pálida. Aceché, para chupar en el cuello de uno de sus hijos, sangre inocente. Et caro nova fiet in die irae. El día del terror será mi nueva carne. Y tras de los otros caminaba un niño fresco de cabellos rojos. Lo vi; salté de improviso; le tomé la boca con mis manos espantosas. Sólo estaba vestido con una camisa ruda; tenía desnudos los pies y sus ojos permanecieron plácidos. Me contempló sin asombro. Entonces, sabiendo que no gritaría, tuve el deseo de escuchar todavía una voz humana y quité mis manos de su boca, y él no se la enjugó. Y sus ojos estaban en otra parte.
–¿Quién eres? –le dije.
–Johannes el Teutón –respondió.
Y sus palabras eran límpidas y saludables.
–¿Adonde vas? –repliqué.
Y él respondió:
–A Jerusalén, para conquistar la Tierra Santa.
Entonces me puse a reír, y le pregunté:
–¿Quién es tu Señor?
Y él me dijo:
–No lo sé; es blanco.
Y esta palabra me llenó de furor, y abrí la boca bajo mi capuchón, y me incliné hacia su cuello fresco, y no retrocedió, y yo le dije:
–¿Por qué no tienes miedo de mí?
Y él dijo:
–¿Por qué habría de tener miedo de ti, hombre blanco?
Entonces me inundaron grandes lágrimas, y me tendí en el suelo, y besé la Tierra con mis labios terribles, y grité:
–¡Porque soy leproso!
Y el niño teutón me contempló, y dijo límpidamente:
–No lo sé.
¡No tuvo miedo de mí! ¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca y sus manos. Y le dije.
–Ve en paz hacia tu Señor blanco, y dile que me ha olvidado.
Y el niño me miró sin decir nada. Lo acompañé fuera de lo negro de esta selva. Caminaba sin temblar. Vi desaparecer a lo lejos sus cabellos rojos en el Sol. Domine infantium, libera me! ¡Que el sonido de mi matraca de madera llegue hasta ti, como el puro sonido de las campanas! ¡Maestro de los que no saben, libértame!

Marcel Schowb, de La cruzada de los niños

http://bibliotecaignoria.blogspot.com/

viernes, 9 de octubre de 2009

Woody Allen - Manhattan



Woody Allen, Manhattan (1979)

André du Bouchet - Accidentes







He ido errante en torno a ese fulgor.
Me desgarré, de nuevo, al otro
lado de ese muro, como el aire que ves,
en ese fulgor frío.
Al otro lado del muro, veo el mismo aire deslumbrante.

En la distancia sin ruptura, como la extensión
misma de la tierra entrecortada donde, más lejos, pongo los pies,
nadie siente el calor.

Seremos lavados de nuestro rostro, como el aire que corona el muro.


André du Bouchet, de En el calor vacante, en Dieciocho poetas franceses contemporáneos
Traducción de Enrique Moreno Castillo, Lumen


J'ai erré autour de cette lueur.
Je me suis déchiré, une nouvelle fois, de
l'autre côté de ce mur, comme l'air que tu vois,
à cette lueur froide.
De l'autre côté du mur, je vois le même air aveuglant.

Dans le lointain sans rupture, comme l'étendue même de
la terre entrecoupée que, plus loi, je foule, nul ne sent la chaleur.

Nous serons lavés de notre visage, comme l'air qui couronne le mur.

jueves, 1 de octubre de 2009

Capilla Scrovegni: La resurrección de Lázaro






No es la memoria lo que comparten
ateridos
los miembros de la tribu

Es el olvido

Lo que queda de la voz
en la casa desamueblada
Un eco inhóspito
Un rumor enemigo

Unos puntos suspensivos en un libro
de historia pueden ser un siglo
Millones de hombres masacrados
en las trincheras, tantas sonrisas
santificadas por un beso
en la penumbra de una esquina
Tres puntos, tan sólo

Decir que todo cambia
que todo se repite
(es como todo)
no es sino moderada
licencia poética

Buda lo llama impermanencia

No nos une la certeza
sino el sin sentido
Por eso nos llenamos de fórmulas
de endacasílabos como pasto
para el gusano que otea el futuro

Cambia el canal

Es el mismo fuego
(sigue ardiendo Alejandría)

Leemos los signos
inscripciones sobre una lápida
sobre un azogue de osamentas

Alguien extiende su dedo y grita
levántate y anda

Javier Moreno, Renacimiento, Icaria Poesía

La leyenda del tiempo - Isaki Lacuesta



Isaki Lacuesta, La leyenda del tiempo (2006)

Juan de Tassis, conde de Villamediana





Silencio, en tu sepulcro deposito
roca voz, pluma ciega y triste mano,
para que mi dolor no cante en vano
al viento dado ya, en la arena escrito.

Tumba y muerte de olvido solicito,
aunque de avisos más que de años cano,
donde hoy más que a la razón me allano,
y al tiempo le daré cuanto me quito.

Limitaré deseos y esperanzas,
y en el orbe de un claro desengaño
márgenes pondré breves a mi vida,

para que no me venzan las asechanzas
de quien intenta procurar mi daño
y ocasionó tan próvida huida.


Conde de Villamediana, Poesía impresa completa, Cátedra