sábado, 19 de septiembre de 2009
La montaña mágica - Thomas Mann
Usted se sintió enseguida un poco ardoroso -afirmó el consejero-. Son los venenos solubles creados por los microbios que producen un efecto embriagador sobre el sistema nervioso central, ya me entiende, y por esa razón es por lo que sus mejillas se colorean alegremente. Comenzará por meterse entre sábanas, Castorp. Veremos si algunas semanas de reposo en la cama le "desemborrachan". Todo lo demás llegará a su tiempo. Tomaremos una bella vista de su interior, lo que seguramente le proporcionará el placer de echar un vistazo dentro de su propia persona. Pero prefiero decírselo inmediatamente: un caso como el suyo no se cura de la noche a la mañana, los éxitos de reclamo y las curas de la noche a la mañana no entran en nuestra especialidad. Yo intuí de inmediato que usted tenía muchos más talento para la enfermedad que ese general de brigada, que quiere largarse cada vez que tiene unas décimas de menos.
Thomas Mann, La montaña mágica, Plaza & Janés
sábado, 11 de julio de 2009
Cormac McCarthy - Meridiano de sangre
El menonita contempla las sombras que hay ante ellos y que se reflejan hacia él en el espejo de detrás de la barra. Se vuelve a los reclutas. Tiene los ojos húmedos, habla despacio. La ira de Dios está dormida. Estuvo oculta un millón de años antes de que el hombre existiera y solo el hombre tiene el poder de despertarla. En el infierno hay sitio de sobra. Oídme bien. Vais a hacer la guerra de un loco a un país extranjero. Despertaréis a algo más que a los perros.
Pero ellos censuraron al viejo y le maldijeron hasta que se apartó de la barra murmurando, ¿y como iba a ser si no?
Esas cosas terminan así. Entre confusión e insultos y sangre. Siguieron bebiendo y el viento soplaba en las calles y las estrellas que habían estado en lo alto descendieron hacia el oeste y aquellos jóvenes se indispusieron con otros jóvenes y hubo intercambio de palabras imposibles de enmendar y al amanecer el chaval y el segundo cabo se arrodillaron junto al chico de Misuri que se llamaba Earl y pronunciaron su nombre pero el otro ya no podía responder.
Cormac McCarthy, Meridiano de sangre, DeBolsillo
sábado, 6 de junio de 2009
Soy leyenda - Richard Matheson
En aquellos días nublados, Robert Neville no podía saber cuándo se ponía el sol, y a veces ellos estaban en las calles antes de que él regresara. La hora del crepúsculo estaba unida para él, por los hábitos de toda una vida, al aspecto del cielo, y prefería entonces no alejarse demasiado.
Caminó lentamente alrededor de la casa, en la luz grisácea y débil, con un cigarrillo colgándole de la boca, y arrastrando por encima del hombro un hilo de humo. Revisó las ventanas en busca de alguna madera floja. Los ataques más violentos dejaban tablones rotos o arrancados en parte, y debía reemplazarlos. Odiaba esa tarea. Hoy, asombrosamente, sólo faltaba un tablón.
Richard Matheson, Soy leyenda, Ediciones Minotauro
sábado, 23 de mayo de 2009
Ferdydurke - W. Gombrowicz
Y también preguntaré (para apurar todavía el trago de la copa de las partículas) si, conforme a vuestro juicio, una obra construida según todos los cánones expresa el todo o sólo una parte del todo. ¡Bah! ¿No consistiría la forma en la eliminación, no sería la construcción un empobrecimiento; puede expresar el verbo algo más que una parte de la realidad? El resto es silencio. Por fin, ¿somos nosotros los que creamos la forma o más bien es ella la que nos crea? Bah, bah, conocía hace años a un escritor al cual, al comienzo de su carrera literaria, le salió un libro heroico en sumo grado. Por pura casualidad, ya en sus primera palabras golpeó la tecla heroica, aunque hubiese podido igualmente empezar de modo escéptico o, por ejemplo, lírico; pero las primeras frases le salieron heroicas, en vista de lo cual, y teniendo en cuenta la armonía de la construcción, ya era imposible no intensificar y graduar el heroísmo hasta el final. Y tanto pulía, redondeaba y perfeccionaba, tanto ajustaba el comienzo al final y el final al comienzo que de todo eso resultó una obra llena de vitalidad y de la más profunda convicción.
¿Qué le quedaba por hacer, entonces, con esta su más profunda convicción? ¿Puede un creador responsable de su verbo confesar que todo eso sólo le vino por sí solo a la pluma y le salió heroico, y que su más profunda convicción, en realidad, no es ni mucho menos su más profunda convicción, sino que, no se sabe cómo, desde el exterior se le pegó, prendió y adosó? ¡Imposible! En vano el desgraciado héroe de su heroísmo se avergonzaba y se ocultaba, tratando de zafarse de esa partícula suya; la partícula, tras haberlo agarrado bien, ya no quería soltarlo, y tuvo que adaptarse a su partícula. Y tanto se adaptaba que, al final de su carrera literaria, se volvió idéntico a aquélla, heroico..., acobardado por su heroísmo. Pero eludía a toda costa a sus camaradas y compañeros de período de la maduración, porque ellos no dejaban de extrañarse frente al todo que tan bien supo ajustarse a su papel. Y le gritaban:
-¡Eh, Picho! ¿Recuerdas aquel ombligo... aquel ombligo...? ¡Picho, Picho, Picho! ¿Recuerdas el ombligo sobre el prado verde? El ombligo. El ombligo, Picho, ¿dónde está?
Witold Gombrowicz, Ferdydurke, Seix Barral
sábado, 2 de mayo de 2009
Frankenstein - Mary W. Shelley
¡Qué despacio pasa el tiempo aquí, cercado por el hielo y la nieve! No obstante, he dado un segundo paso hacia la realización de mi empresa. He fletado un barco y estoy dedicado a reunir la tripulación; los marineros que tengo ya contratados parecen hombres de fiar, y sin dudo poseen gran valor.
Pero noto una gran necesidad que hasta ahora no he podido satisfacer; necesidad que ahora siento como el más riguroso mal. No tengo ningún amigo, Margaret; cuando arda con el entusiasmo del éxito, no tendré a nadie con quien compartir mi alegría; si me invade el desencanto, nadie se esforzará por sostenerme en el abatimiento. Confiaré mis pensamientos al papel, es cierto; pero ese es un pobre medio de transmitir los sentimientos. Deseo la compañía de un hombre capaz de congeniar conmigo, cuyos ojos respondan a los míos. Puede que me juzgues romántico, mi querida hermana, pero siento hondamente la falta de un amigo. No tengo junto a mí a nadie que sea dulce aunque animoso, dotado de una mente amplia y cultivada, cuyos gustos coincidan con los míos, y que apruebe o corrija mis proyectos. ¡Cómo repararía un amigo así las faltas de tu pobre hermano! Soy demasiado ardiente en la ejecución y demasiado impaciente en las dificultades.
Mary W. Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, Alianza Editorial
sábado, 31 de enero de 2009
R. L. Stevenson - La isla del tesoro
Mientras me encontraba allí indeciso, salió un hombre de un cuarto lateral y, en cuanto lo vi, comprendí que aquél era John el Largo. Tenía la pierna izquierda amputada casi a la altura de la cadera y bajo el brazo izquierdo llevaba una muleta que manejaba con asombrosa destreza, saltando de un lado para otro como un pájaro. Era muy alto y fuerte y tenía la cara tan grande como un jamón, aplastada y pálida, pero de expresión inteligente y risueña. La verdad es que parecía que estaba de excelente humor y silbaba mientras iba de un lado para otro entre las mesas, dirigiendo a sus parroquianos predilectos una palabra amable o dándoles una palmada en el hombro.
Para seros sincero he de decir que, desde que el caballero Trelawney mencionara por primera vez en su carta a John el Largo, se me había metido en la cabeza la idea de que pudiera ser el dichoso marinero cojo del que estuve tan pendiente en mi querida posada de Benbow. Pero me bastó echarle un vistazo al hombre que tenía delante. Yo había visto al capitán y a Perro Negro y al ciego Pew, y creía que era capaz de reconocer a un bucanero: alguien muy distinto, en mi opinión, de aquel tabernero aseado y cordial.
Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro
domingo, 28 de diciembre de 2008
Sherlock Holmes - Área de sus conocimientos
1. Literatura. Cero
2. Filosofía. Cero
3. Astronomía. Cero
4. Política. Ligeros
5. Botánica. Desiguales. Al corriente sobre la belladona, opio y venenos en general. Ignora todo lo referente al cultivo práctico.
6. Geología. Conocimientos prácticos, pero limitados. Distingue de un golpe de vista la clase de tierras. Después de sus paseos me ha mostrado las salpicaduras que había en sus pantalones, indicándome, por su color y consistencias, en qué parte de Londres le habían saltado.
7. Química. Exactos, pero no sistemáticos.
8. Anatomía. Profundos.
9. Literatura sensacionalista. Inmensos. Parece conocer con todo detalle todos los crímenes perpetrados en un siglo.
10. Toca el violín.
11. Experto boxeador y esgrimista de palo y espada.
12. Posee conocimientos prácticos de las leyes de Inglaterra.
Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata
domingo, 21 de diciembre de 2008
El paciente inglés - Michael Ondaatje
Llevaba meses cuidándolo y conocía el cuerpo bien: el pene, dormido como un hipocampo; las caderas, estrechas y duras. Los huesos de Cristo, pensó. Era su santo desesperado. Yacía boca arriba, sin almohadón, mirando el follaje pintado en el techo, su baldaquín de ramas y, encima, cielo azul.
Le puso tiras de calamina en el pecho, en los puntos en que estaba menos quemado, en que podía tocarlo. Le gustaba la cavidad bajo la última vértebra, su farallón de piel. Al llegar a los hombros, le soplaba aire fresco en el cuello y él murmuraba algo.
¿Qué?, preguntó ella, tras perder la concentración.
Cuando él giró su obscura cara de ojos grises hacia ella, se metió la mano en el bolsillo. Peló la ciruela con los dientes, sacó el hueso y le introdujo la pulpa en la boca.
Él volvió a murmurar y atrajo el atento corazón de la joven enfermera, que estaba a su lado, hasta sus pensamientos, hasta el pozo de recuerdos en el que no había cesado de sumergirse durante los meses anteriores a su muerte.
Michael Ondaatje, El paciente inglés
Plaza & Janés
sábado, 6 de diciembre de 2008
El Gatopardo
En una estirpe que durante siglos jamás había sabido ni siquiera sumar sus gastos y restar sus deudas, él era el primero (y el último) que tenía una marcada y genuina inclinación hacia las matemáticas; las había aplicado a la astronomía y le habían valido no poco reconocimiento público y gratísimos placeres privados. Baste decir que, en él, orgullo y análisis matemático se habían confundido hasta el extremo de inducirle a creer que los astros obedecían a sus cálculos (de hecho, parecía que así fuese) y que los dos pequeños planetas que había descubierto (Salina y Svelto: tales eran los nombres que les había dado inspirándose en su feudo y en un perro perdiguero de grata memoria) propagaban la fama de su casa en las áridas regiones situadas entre Marte y Júpiter, y que por tanto los frescos de la mansión habían sido más proféticos que lisonjeros.
Apremiado de una parte por el orgullo y el intelectualismo materno, y de la otra por la sensualidad y la tendencia a la improvisación del padre, el pobre príncipe Fabrizio vivía en perpetuo descontento pese al jupiterino ceño que ostentaba, y lo único que hacía era contemplar la ruina de su clase y de su patrimonio sin emprender actividad alguna ni sentir el menor deseo de hacer algo para remediar la situación.
G. Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo
sábado, 25 de octubre de 2008
Bajo el volcán
"Pero óyeme, diablos, no todo es oscuridad", parecía contestarle el cónsul con amabilidad, mientras sacaba la pipa a medio llenar y con la máxima dificultad la encendía, en tanto que ella seguía con la mirada la de él que erraba por el bar sin encontrar los ojos del camarero, el cual, grave y al parecer ocupado, se eclipsaba en la oscuridad, "no me comprendes si crees que todo lo que veo es oscuridad; y si continúas creyéndolo, ¿cómo puedo decirte por que lo hago? Pero si miras ese rayo de sol allá, ¡ah!, quizá tengas la respuesta. Anda, mira cómo entra por la ventana: ¿hay algo más bello que pueda compararse a una 'cantina' por la mañana temprano? ¿Tus volcanes de fuera? ¿Tus estrellas?... ¿Ras Algethi? ¿Antares incontenible en el sur sudeste? Lo lamento pero no. No es tanto la belleza de ésta necesariamente, la cual, en retrogradación de mi parte, acaso no sea propiamente una 'cantina', pero piensa en todas aquellas atroces 'cantinas' en las que enloquece la gente y que pronto estarán bajando sus persianas, porque ni las mismas puertas del cielo abriéndose de para en para para recibirme podrían llenarme de un gozo celestial tan complejo y desesperanzado como el que me produce la persiana metálica que se arrolla con estruendo, como el que me producen las puertas de persianas sin candado que baten para admitir a aquéllos cuyas almas se estremecen con las bebidas que llevan con mano trémula hasta sus labios. Todos los misterios, todas las esperanzas, todos los desengaños, sí, todos los desastres están aquí, detrás de esas puertas batientes. Y, a propósito, ¿ves aquella anciana de Tarasco sentada en el rincón? Antes no podías, pero ¿la ves ahora?", preguntaban los ojos del cónsul mientras recorrían en torno suyo con el brillo pasmado y perdido de un enamorado, ese amor le preguntó "¿cómo esperas comprender, a menos que bebas como yo, la hermosura de una anciana de Tarasco que juega al dominó a las siete de la mañana?"
Malcolm Lowry, Bajo el volcán
Traducción de Raúl Ortiz y Ortiz
Tusquets Editores
sábado, 28 de junio de 2008
En busca del tiempo perdido
Pero no le hizo notar esta contradicción, porque creía que Odette, abandonada a sí misma, soltaría quizá alguna mentira que sería indicio, aunque débil, de la verdad; hablaba ella y Swann no la interrumpía; recogía con ávida y dolorosa devoción las palabras de Odette, sintiendo -precisamente porque tras ellas la ocultaba al hablar- que sus frases, como un velo sagrado, guardaban vagamente el relieve y dibujaban el indeciso modelado de esta realidad infinitamente preciosa y, por desgracia, inasequible: lo que estaba haciendo un rato antes, a las tres, cuando él llegó, realidad que nunca poseería más que en aquellos ilegibles y divinos vestigios de las mentiras y que la contemplaba sin saber lo preciosa que era y que no la entregaría nunca. Claro que, a ratos, sospechaba que los actos de Odette no eran en sí mismos de arrebatador interés y que las relaciones que Odette pudiera tener con otros hombres no exhalaban, naturalmente, de modo universal y para todo ser pensante, una tristeza mórbida e inspiradora de la fiebre del suicidio. Y se daba cuenta de que tal interés y tal tristeza eran en él como una enfermedad, y que cuando se curara de ella, los actos de Odette, los besos que diera a otros hombres, se le aparecerían tan inofensivos como los de cualquier otra mujer. Pero el que la curiosidad dolorosa que ahora le inspiraban a Swann tuviera una causa puramente subjetiva no bastaba para que llegara a considerar que era absurda la importancia dada a esa curiosidad y lo que hacía para satisfacerla.
Marcel Proust, Por el camino de Swann
sábado, 10 de mayo de 2008
El americano tranquilo - Graham Greene
-Parece usted amigo suyo -dijo Vigot, desviando la mirada hacia Phuong. Entró un policía indígena con tres tazas de café solo.
-¿O prefiere tomar té? -preguntó Vigot.
-Soy amigo suyo -dije-. ¿Por qué no? Volveré a casa algún día, ¿no? Y no puedo llevarla conmigo. Se quedará muy bien con él. Es un arreglo razonable. Y se va a casar con ella, según dice. Y no podría hacerlo, sabe usted. Es un buen tipo a su manera. Serio. No uno de esos escandalosos bastardos del Continental. Un americano tranquilo -lo resumí de la misma forma en que podría haber dicho "un largarto azul" o un "elefante blanco".
Graham Greene, El americano tranquilo
sábado, 15 de marzo de 2008
Lawrence Durrell - El cuarteto de Alejandría
Otra vez mar gruesa, y el viento sopla en ráfagas excitantes: en pleno invierno se sienten ya los anticipos de la primavera. Un cielo nacarado, caliente y límpido hasta mediodía, grillos en los rincones umbrosos, y ahora el viento penetrando en los grandes plátanos, escudriñándolos.
Me he refugiado en esta isla con algunos libros y la niña, la hija de Melissa. No sé por qué empleo la palabra "refugiado". Los isleños dicen bromeando que solamente un enfermo puede elegir este lugar perdido para restablecerse. Bueno, digamos, si se prefiere, que he venido aquí para curarme...
De noche, cuando el viento brama y la niña duerme apaciblemente en su camita de madera junto a la chimenea resonante, enciendo una lámpara y doy vueltas en la habitación pensando en mis amigos, en Justine y Nessim, en Melissa y Balthazar. Retrocedo paso a paso en el camino del recuerdo para llegar a la ciudad donde vivimos todos un lapso tan breve, la ciudad se sirvió de nosotros como si fuéramos su flora, que nos envolvió en conflictos que eran suyos y creíamos equivocadamente nuestros, la amada Alejandría.
¡He tenido que venir tan lejos para comprenderlo todo! En este desolado promontorio que Arcturo arranca noche anoche de las tinieblas, lejos del polvo calcinado de aquellas tardes de verano, veo al fin que ninguno de nosotros puede ser juzgado por lo que ocurrió entonces. La ciudad es la que debe ser juzgada, aunque seamos sus hijos quienes paguemos el precio.
Lawrence Durrell, de Justine
viernes, 7 de marzo de 2008
Retorno a Brideshead
"He estado antes aquí", dije; había estado, en efecto, primero con Sebastian, más de veinte años atrás, un día claro de junio, con las cunetas rebosantes de lechosas reinas de los prados y el aire cargado de todos los perfumes de verano. Era un día de especial esplendor y, a pesar de que había estado allí tantas veces y con tan distintos estados de ánimo, fue aquella primera visita la que mi corazón evocaba ahora, en la última.
Aquel día también había llegado sin saber adónde iba. Era la semana de regatas universitarias. Oxford –hoy sumergido, arrasado, irrecuperable como Lyonnesse, por la velocidad con que las aguas lo han inundado–, Oxford, entonces, era todavía una ciudad de acuatinta. Los hombres paseaban y conversaban por sus calles espaciosas y tranquilas como en los tiempos de Newman; sus nieblas otoñales, sus primaveras grises y el esplendor excepcional de sus días de verano –como, por ejemplo, aquél–, cuando los castaños estaban en flor y las campanas repicaban claras y sonoras sobre los gabletes y las cúpulas, exhalaban la suave atmósfera de siglos de juventud.
Evelyn Waugh, Retorno a Brideshead
jueves, 24 de enero de 2008
Tirant lo Blanc

miércoles, 16 de enero de 2008
El hombre sin atributos - Robert Musil
Bien mirado, quedan sólo los problemas lógicos de la interpretación, por ejemplo, si tal o cual acción está bajo la vigilancia de este o de aquel mandamiento, y el espíritu ofrece el aspecto tranquilo de un campo de batalla donde yacen inmóviles los muertos y se advierten sin esfuerzo los restos de vida que gimen o se levantan. Por eso el hombre acelera el paso cuando puedo. Si le atormentan crisis de fe, como sucede a veces en la juventud, se hace perseguidor de infieles; si le incomoda el amor, lo transforma en matrimonio; y si se le arrebata el entusiasmo por alguna cosa, se sustrae a la imposibilidad de vivir permanentemente en su fuego, comenzando así a vivir para ese fuego. Esto significa que rellena los muchos momentos de su día –cada uno de los cuales exige un contenido y un estímulo– no con el estado ideal, sino con la actividad necesaria para alcanzar su ideal, o sea, con los muchos medios, obstáculos e incidentes que le dan plena garantía de no tener más necesidad de alcanzarlos. Porque sólo lo locos, los desequilibrados y los maniáticos pueden resistir largo tiempo al fuego del entusiasmo; el hombre sano debe contentarse con declarar que, sin una chispa de este misterioso fuego, la vida no vale la pena vivirse.
(Robert Musil, El hombre sin atributos)
sábado, 12 de enero de 2008
Carta de Elisabeth Costello, Lady Chandos, a Francis Bacon
(...)Todo es alegoría, dice mi Philip. Todas las criaturas son cruciales para todas las demás criaturas. Un perro sentado al sol y lamiéndose, dice, se convierte en un momento dado en receptáculo de una revelación. Y tal vez dice la verdad, tal vez en la muerte de nuestro Creador ("nuestro creador", digo), donde nos revolvemos como si estuviéramos en el canal de un molino, nos entremezclamos con miles de otras criaturas. Pero ¿cómo, le pregunto a usted, puedo vivir con ratas y perros y escarabajos correteando por mi piel día y noche, ahogándome y boqueando, rascándome, tirando de mí, apremiándome cada vez más para llegar a la revelación...? ¿Cómo? "No estamos hechos para la revelación -quiero gritar-. Ni yo ni tú, mi Philip", una revelación que te quema los ojos como cuando miras al sol.
¡Sálveme, querido señor y salve a mi marido! ¡Escriba! Dígale que todavía no ha llegado el momento, el momento de los gigantes y el momento de los ángeles. Dígale que todavía estamos en la época de las pulgas. Las palabras ya no llegan a él, tiemblan y se rompen, es como si ("como si", digo) estuviera protegido por un escudo de cristal. Pero a las pulgas las entenderá, las pulgas y los escarabajos todavía atraviesan su cristal, y las ratas también. Y a veces yo, su mujer –sí, señor mío–, a veces también yo consigo atravesarlo con sigilo. "Presencias del infinito", nos llama, y dice que le provocamos escalofríos. Y ciertamente yo he sentido esos escalofríos, en medio de mis éxtasis los he sentido, hasta el punto de no saber ya si eran de él o eran míos.
"Ni el latín –dice mi Philip (he copiado las palabras)–, ni el latín ni el inglés ni el español ni el italiano pueden transmitir las palabras de mi revelación." Y es cierto, hasta yo que soy su sombra lo sé cuando estoy en pleno éxtasis. Y aun así él le escribe a usted, igual que le escribo yo, pues es usted conocido entre todos los hombres por elegir sus palabras y ponerlas en el lugar correcto y por construir sus juicios igual que un albañil construye una pared con ladrillos. Mientras nos ahogamos, escribimos sobre nuestros destinos separados. Sálvenos.
Su obediente sierva,
ELIZABETH C.,
a ll de septiembre, Anno Domini 1603
J. M. Coetzee, Elizabeth Costello
jueves, 10 de enero de 2008
El barón rampante
Lo veíamos por la puerta de cristales mientras en el vestíbulo cogía su tricornio y su espadín.
-¡Yo lo sé! -corrió al jardín.
Al rato, por las ventanas, lo vimos trepar al acebo. Estaba vestido y peinado con toda propiedad, como nuestro padre quería que viniera a la mesa, a pesar de sus doce años: cabellos empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con faldones, calzones de color malva, espadín, y altas polainas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a un modo de vestir más acorde con nuestra vida campesina. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba exento de empolvarme el cabello, salvo en las ocasiones de gala, y del espadín, que en cambio me habría gustado llevar.) Y así subía al nudoso árbol, moviendo brazos y piernas por las ramas con la seguridad y la rapidez que procedían de las largas prácticas que habíamos hecho juntos.
Italo Calvino, El barón rampante (fragmento)
sábado, 29 de diciembre de 2007
El desierto de los tártaros
Casi dos años después, Giovanni Drogo dormía una noche en su habitación de la Fortaleza. Habían pasado veintidós meses sin traer nada nuevo y él se había quedado inmóvil, esperando, como si la vida debiera tener con él una especial indulgencia. Y, sin embargo, veintidós meses son largos y pueden suceder muchas cosas: hay tiempo para que se formen nuevas familias, nazcan niños y hasta empiecen a hablar, para que se alce una gran casa donde antes sólo había un prado, para que una hermosa mujer envejezca y ya nadie la desee, para que una enfermedad, incluso de las más largas, se prepare (y mientras tanto el hombre sigue viviendo despreocupado), consuma lentamente el cuerpo, se retire en breves apariencias de curación, se reanude desde los más hondo, sorbiendo las últimas esperanzas; queda aún tiempo para que el muerto sea enterrado y olvidado, para que el hijo sea de nuevo capaz de reír y por la noche acompañe a las muchachas por las avenidas, inconsciente, a lo largo del cementerio.
Dino Buzzati, El desierto de los tártaros
martes, 11 de diciembre de 2007
La cartuja de Parma - Stendhal
-¿Qué dices? -gritó el general.
Pero el estruendo fue tal en este instante, que Fabricio no pudo contestarle. Confesaremos que nuestro héroe era muy poco heroico en este momento. Sin embargo, no era el miedo lo que en él predominaba; estaba escandalizado principalmente por ese ruido que le hacía daño en los oídos. La escolta empezó a galopar atravesando un gran campo labrado situado más allá del canal; este campo estaba lleno de cadáveres.
-¡Los colorados, los colorados! -gritaban alegres los húsares de la escolta.
Fabricio no entendía al principio; pero por fin observó que, en efecto, casi todos los cadáveres estaban vestidos de rojo. Una circunstancia le produjo un temblor de horror, y es que notó que muchos infelices colorados vivían aún y gritaban evidentemente pidiendo auxilio; nadie se detenía para socorrerlos. Nuestro héroe, muy humano, se tomaba un enorme trabajo para que su caballo no pisará a ningún colorado.
Stendhal, La cartuja de Parma