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Bien mirado, quedan sólo los problemas lógicos de la interpretación, por ejemplo, si tal o cual acción está bajo la vigilancia de este o de aquel mandamiento, y el espíritu ofrece el aspecto tranquilo de un campo de batalla donde yacen inmóviles los muertos y se advierten sin esfuerzo los restos de vida que gimen o se levantan. Por eso el hombre acelera el paso cuando puedo. Si le atormentan crisis de fe, como sucede a veces en la juventud, se hace perseguidor de infieles; si le incomoda el amor, lo transforma en matrimonio; y si se le arrebata el entusiasmo por alguna cosa, se sustrae a la imposibilidad de vivir permanentemente en su fuego, comenzando así a vivir para ese fuego. Esto significa que rellena los muchos momentos de su día –cada uno de los cuales exige un contenido y un estímulo– no con el estado ideal, sino con la actividad necesaria para alcanzar su ideal, o sea, con los muchos medios, obstáculos e incidentes que le dan plena garantía de no tener más necesidad de alcanzarlos. Porque sólo lo locos, los desequilibrados y los maniáticos pueden resistir largo tiempo al fuego del entusiasmo; el hombre sano debe contentarse con declarar que, sin una chispa de este misterioso fuego, la vida no vale la pena vivirse.
(Robert Musil, El hombre sin atributos)
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