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jueves, 1 de mayo de 2014

Juan Benet - Volverás a Región


  
    
   
   
    Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real –porque el moderno dejó de serlo– se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
    Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia delante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien –tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a reproches– dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionaban en altos círculos.


Juan Benet, Volverás a Región, Ediciones Destino, 2001

domingo, 28 de julio de 2013

El diablo cojuelo


     
     
       
     
yo soy las pulgas del infierno, la chisme, el enredo, la usura, la mohatra; yo traje al mundo la zarabanda, el déligo, la chacona, el bullicuzcuz, las cosquillas de la capona, el guiriguirigay, el zambapalo, la mariona, al avilipinti, el pollo, la carretería, el hermano Bartolo, el carcañal, el guineo, el colorín colorado; y inventé las pandorgas, las jácaras, las papalatas, los comos, las mortecinas, los títeres, los volatines, los saltambancos, los maesecorales, y, al fin, yo me llamo el Diablo Cojuelo.

Luis Vélez de Guevara, El diablo cojuelo, www.cervantesvirtual.com

domingo, 17 de marzo de 2013

William Faulkner - ¡Absalón, Absalón!

        
           
         
          
          
Ya iba a mitad de camino por la plaza cuando lo vieron, a lomos de un caballo grande, ruano, fatigado, hombre y bestia con todas las trazas de haber sido creados a partir del aire mismo y colocados en el intenso sol de la mañana de verano de un día festivo, avanzando con trote corto; era un rostro y era un caballo que ninguno de los presentes había visto jamás, un nombre que nadia había oído, y un origen y una intención que algunos jamás llegarían a conocer. Así, en las cuatro semanas que siguieron (Jefferson era entonces poco más que un poblachón: la posada de Holston, el juzgado, seis tiendas, una herrería y unas caballerizas, una taberna que frecuentaban los buhoneros y los tratantes de ganado, tres iglesias, tal vez una treintena de casas particulares) el nombre del forastero circuló en los lugares de ocio y de negocio y en los domicilios, en acompasada estrofa y antistrofa: Sutpen. Sutpen. Sutpen. Sutpen.

William Faulkner, ¡Absalón, Absalón!, trad. Miguel Martínez-Lage, La otra orilla, 2008

domingo, 15 de julio de 2012

Vladimir Nabokov - Habla, memoria

                  
          
            
           
         

Así, cuando la recién descubierta, fresca y pulcra fórmula de mi edad, cuatro años, quedó confrontada con las fórmulas paternales, treinta y tres y veintisiete, algo me ocurrió. Experimenté una conmoción de efectos tremendamente vigorizantes. Como si me hubieran sometido a un segundo bautismo, de tendencia más divina que el remojón de rito ortodoxo griego sufrido cincuenta meses antes por un aullante, semiahogado, semiVictor (mi madre, a través de la entrecerrada puerta, consiguió corregir al chapucero arcipreste, el padre Konstantin Vetvenitski), me sentí sumergio bruscamente en un medio radiante y móvil que era ni más ni menos que el puro elemento del tiempo. El cual era compartido –de la misma manera que los excitados bañistas comparten la reluciente agua del mar– con criaturas que no eran yo mismo pero que estaban unidas a mí por el común fluir del tiempo, un ambiente muy diferente al mundo espacial, que no sólo es percibido por los hombres sino también por los monos y las mariposas. En ese momento tomé la aguda conciencia de que el ser de veintisiete años, vestido de suave blanco y rosa, que sostenía mi mano izquierda, era mi madre, y que el ser de treinta y tres años, era mi padre. Entre ellos, que iban paseando, yo caminaba saltando y trotando y saltando otra vez, de mancha de sol en mancha de sol, por el centro de un sendero que hoy día puedo identificar fácilmente como aquel paseo de robles jóvenes que había en el parque de nuestra casa de campo, Vyra, en lo que fuera la provincia de San Petersburgo. Ciertamente, desde mi actual cresta de tiempo remoto, aislado y casi deshabitado, veo a mi yo diminuto que celebra, en aquel día de agosto de 1903, el nacimiento de la vida consciente.

Vladimir Nabokov, Habla, memoria, trad. Enrique Murillo, Anagrama, 2006

sábado, 26 de mayo de 2012

Manuel Chaves Nogales - Juan Belmonte, matador de toros

             
             
              
           
              

(...)
–Pues anda -me dijo-; a ver si consigues cazar a esa bestia.
Y me puso en las manos la espada y la muleta.
Vuelta otra vez a correr detrás del toro hasta echar el pulmón por la boca. Cuando lo alcancé, de nuevo volví a tirarme a matar, y volvió a encunarme y a escupirme contra la arena. "¡Menos mal! –pensé–. Todo el tiempo que esté en el suelo no tendré que estar corriendo." Pero a los pocos segundos ya estaba allí otra vez Calderón levantándome como el que alza a un guiñapo del suelo y poniéndome en las manos los trastos de matar.
A la tercera vez me que me vi frente al toro estaba yo tan desesperado que me tiré a matar echándome materialmente sobre los pitones para que la bestia aquella me matase. Todo era preferible a aquel tormento. Una vez más fui por el aire y caí entre las patas del novillo. Ya sabía yo que el animal no hacía por recogerme, y me encontré muy a gusto en el suelo sintiéndole a mi lado como si fuese mi Ángel de la Guarda. "¡Si pudiera dormirme! –pensaba–. ¡Un ratito siquiera!"
Pero llegó otra vez más el feroz Calderón, esta vez irritado ya conmigo.
–¡Vamos! ¿Qué haces aquí? ¡Arriba!
-¡Es que no puedo, Calderón! –gemí.
-Eso te pasa por hacer la vida que haces, so perdido. ¡Toma, toma! Para que te vayas por ahí de madrugada con las mujeres...
El público empezó a divertirse con aquel inusitado espectáculo. Algún espectador me ha contado luego que se tenía la impresión de que yo era un muñeco mecánico y que cuando Calderón se acercaba a mí parecía que me daba cuerda, me ponía en pie y me echaba otra vez contra el toro.
Entré a matar cien veces, me cogió el toro quince o veinte, y cuando la paciencia del público y del presidente se agotaba y sonaron los clarines para que salieran los mansos, estaba el toro tan vivo como al empezar la lidia.
Acababa el toro de tirarme por vigésima vez contra el suelo cuando sonó el tercer aviso y se abrió el portalón para que salieran los cabestros. Súbitamente me entraron una rabia y una desesperación incontenibles. Me incorporé juntando todas mis energías, y sobreponiéndome al agotamiento me planté de un salto ante el toro, y sin muleta ni estoque, que para nada me servían, me hinqué ante él de rodillas y le desafié frenético:
–¡Mátame, ladrón; mátame!
Estaba ciego de la desesperación. Avancé arrastrando las rodillas por la arena hasta que estuve en la cara del toro, lo cogí por los cuernos, le escupí, y finalmente me puse a aporrearle el hocico a puñetazo limpio al mismo tiempo que le gritaba:
-¡Mátame, asesino; mátame!
Calderón y el mozo de espadas, asustados, intentaban arracarme de allí. Hay una fotografía que reproduce fielmente la escena. El mozo de espadas me tiene cogido por un brazo y Calderón tira de mí agarrándome por el cogote, mientras yo sigo de rodillas debatiéndome entre los largos pitones del toro, que, la verdad, no me mató porque no quiso.

Manuel Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, Alianza

sábado, 31 de marzo de 2012

Saul Bellow - Herzog

              
                
                
              
           

Al hacer un resumen de sí mismo, reconoció que había sido –por dos veces– un mal esposo. A Daisy, su primera esposa, la había tratado miserablemente. Madeline, su segunda mujer, había intentado manejarlo. Para su hijo y su hija era un padre cariñoso pero malo. Y para sus propios padres, fue un hijo desagradecido. Para su país, era un ciudadano indiferente. A sus hermanos y a su hermana los trataba con afecto pero se mantenía muy apartado de ellos. Para sus amigos, era un egoísta. En cuanto al amor, era un perezoso. En cuanto a la brillantez, era un hombre apagado. Ante el poder, pasivo. Y respecto a su propia alma, tomaba una actitud evasiva.
Satisfecho con su propia severidad, disfrutando con la dureza y el rigor de su juicio, yacía en el sofá, con los brazos levantados por detrás y las piernas extendidas sin finalidad.
Y, sin embargo, qué encantadores somos.

Saul Bellow, Herzog, DeBols!llo, 2004

domingo, 11 de marzo de 2012

Gustave Flaubert - Bouvard y Péchuchet

               
                 
             
                
            

   Su primer grito fue: "¿Nos retiraremos al campo!". Y a Pécuchet le parecieron muy naturales estas palabras que lo ligaban a la felicidad de su amigo. Pues la unión de los dos hombres era absoluta y profunda.
   Pero como no quería vivir a expensas de Bouvard, no iría antes de jubilarse. ¡Esperar todavía dos años! ¡No importa! Permaneció inflexible y así quedó zanjada la cuestión.
   Para saber dónde se establecerían, pasaron revista a todas las provincias. El Norte era fértil, pero demasiado frío; el Mediodía encantador por el clima, pero incómodo por los mosquitos, y el Centro, francamente, no tenía nada de curioso. Bretaña les había convenido de no ser por el espíritu mojigato de sus habitantes. En cuanto a las regiones del Este, con su jerga germánica, ni pensarlo siquiera. Pero había otros lugares. ¿Qué tal, por ejemplo, Forez, Bugey, Roumois? Los mapas geográficos no decían nada. Por lo demás, lo importante no era el lugar donde estuviera la casa, lo importante era tenerla.
  Ya se veían en mangas de camisa, al borde de un arriate, podando rosales, cavando, binando, trabajando la tierra, trasplantando tulipanes. Se levantarían con el canto de la alondra para seguir los arados, irían con una cesta a recoger manzanas, mirarían hacer la mantequilla, batir el grano, esquilar los corderos, cuidar las colmenas, y se deleitarían con el mugido de las vacas y el olor del heno recién cortado. ¡Fuera la escritura! ¡Fuera los jefes y alquileres que pagar! ¡Tendrían casa propia y comerían con los zuecos puestos los pollos del corral y las legumbres del huerto!
   –¡Haremos todo lo que nos plazca! ¡Nos dejaremos crecer la barba!


Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet, trad. Aurora Bernárdez, Tusquets, 1999.

sábado, 29 de octubre de 2011

Julian Barnes - Nada que temer

                  
                      
                           
                      
                    

Hace unos años, traduje el cuaderno que Alphonse Daudet empezó a escribir cuando comprendió que su sífilis había llegado a la fase terciaria y le causaría una muerte inevitable. En un momento del texto empieza a despedirse de los seres queridos: "Adiós, mujer, hijos, familia, amores de mi corazón..." Y luego añade: "Adiós a mí, a mi preciado yo, ahora tan brumoso, tan indefinido." Me pregunto si podemos de algún modo despedirnos de antemano de nosotros mismos. ¿Perdemos, o al menos decrece, este fuerte sentido de peculiaridad hasta que queda menos de él que la desaparición, menos que la añoranza? La paradoja consiste, por supuesto, en que este "yo" es el que se encarga de hacerse más pequeño. Del mismo modo que el cerebro es el único instrumento que tenemos para investigar el funcionamiento del cerebro. Del mismo modo que la teoría de la muerte del autor fue inevitablemente proclamada por... un autor.
Perder, o al menos reducir, el "yo". Surgen dos estratagemas. Primera, preguntar cuánto, en la escala de cosas, vale el "yo". ¿Por qué necesitaría el universo que continuara su existencia? A este "yo" ya se le han otorgado varios decenios de vida, y en la mayoría de los casos se reproducirá; ¿cómo puede tener suficiente importancia para justificar la concesión de más años? Además, pensemos en lo aburrido que ese "yo" llegaría a ser, para mí y para los demás, si continuase viviendo indefinidamente (véase Bernard Shaw, autor de Volviendo a Matusalén; también al Bernard Shaw viejo, su pose incorregible, su autobombo tedioso).   Segunda estratagema: ver la muerte de mi "yo" a través de ojos ajenos. No los de quienes te llorarán y echarán de menos, ni los de quienes al enterarse de tu muerte alzarán una copa momentánea; ni tampoco de los que quizá digan "¡Bien!" o "La verdad es que nunca le aprecié" o "Enormemente sobrevalorado". Más bien, ver la muerte de mi "yo" desde el punto de vista de quienes nunca han sabido nada de mí, que es, al fin y al cabo, casi todo el mundo. Un desconocido muere: no muchos le lloran. Es nuestra necrológica segura a los ojos del resto del mundo. Entonces, ¿quienes somos para satisfacer nuestro egotismo y armar tanto jaleo?


Tal sabiduría invernal puede convencer brevemente. Casi me convencí a mí mismo cuando estaba escribiendo el párrafo anterior. Con la salvedad de que la indiferencia del mundo rara vez ha reducido el egotismo de alguien. Con la salvedad de que el juicio del universo sobre lo que valemos rara vez coincide con el nuestro. Con la salvedad de que nos resulta difícil creer que, si siguiéramos viviendo, aburriríamos a los demás y a nosotros mismos (hay tantas lenguas extranjeras e instrumentos musicales que aprender, tantos oficios que probar y países donde vivir y personas que amar, y después podremos recurrir al tanto, el langlauf y el arte de la acuarela...). Y la otra pega es que simplemente pensar en tu propia individualidad, cuya pérdidas lamentas de antemano, significa reforzar el sentido de dicha individualidad; el proceso consiste en excavarte un agujero aún más grande que a la larga se convertirá en tu tumba. El arte mismo que practico también se opone a la idea de un adiós sereno a un yo disminuido. Sea cual sea la estética del autor -desde subjetiva y autobiográfica hasta objetiva y ocultadora del autor-, hay que fortalecer y definir el ego para producir la obra. Por tanto, se podría decir que escribiendo esta frase me estoy poniendo un poco más cuesta arriba el hecho de morir.


Julian Barnes, Nada que temer, trad. Jaime Zulaika, Anagrama, 2010

sábado, 1 de octubre de 2011

Milorad Pavic - Diccionario jázaro

                                 
                              
                                     
                                  
                                    

CAZADORES DE SUEÑOS - Secta de sacerdotes jázaros cuya protectora era la princesa Ateh. Eran capaces de leer los sueños de los demás, habitarlos como si estuvieran en su propia casa y, recorriéndolos, cazar la presa indicada: un hombre, un objeto o un animal. Se ha conservado el escrito de uno de los más antiguos cazadores de sueños, que dice: "Estamos en los sueños como peces en el agua. De vez en cuando salimos de los sueños, rozamos con la mirada a la gente que recorre las orillas, pero enseguida volvemos a sumergirnos agitados, ya que sólo en las profundidades nos sentimos bien. En los breves instantes de estas emersiones advertimos en tierra firme un extraño ser, más lento que nosotros, acostumbrado a respirar de manera distinta de la nuestra y pegado a aquella tierra firme con todo su peso, y además privado del placer en el que nosotros vivimos como si fuese nuestro propio cuerpo. Porque aquí abajo placer y cuerpo son inseparables, son una misma cosa. También ese individuo que vive fuera es nosotros, pero dentro de un millón de años, y entre nosotros y él, además de los años, hay la terrible desgracia que ha separado el cuerpo del placer..."
Uno de los más célebres lectores de sueños se llamaba, según la leyenda, Muqaddasi al Safer. Él alcanzó a penetrar en la más abisal profundidad del misterio, llegó a domesticar peces en los sueños de los otros, a abrir puertas, a nadar a una profundidad nunca antes alcanzada por nadie, hasta llegar a Dios, pues en el fondo de todo sueño se encuentra Dios. Y justo en ese momento le sucedió que nunca más pudo leer los sueños. Durante mucho tiempo pensó que había alcanzado la cúspide y que era imposible ir más allá en esa práctica mística. Para quien descubre que ha llegado al final del camino, éste se vuelve inútil y de hecho se niega. (...)

Milorad Pavic, Diccionario jázaro, Anagrama, 1989

domingo, 11 de septiembre de 2011

Vicente Blasco Ibáñez - La barraca

                                       
                          
                                    
                                                


Cayó un trozo de muro de barro y estacas, y por la negra brecha salió como una centella un monstruo espantable, arrojando humo por las narices, agitando su melena de chispas, batiendo desesperadamente la cola como escoba de fuego, que esparcía un hedor de pelos quemados.
Era el rocín. Pasó con prodigioso salto por encima de la familia, corriendo locamente por los campos, buscando instintivamente la acequia, donde cayó con un chirrido de hierro que se apaga.
Tras él, arrastrándose como un demonio ebrio, lanzando espantables gruñidos, salió otro espectro de fuego, el cerdo, que se desplomó en medio del campo, ardiendo como una antorcha de grasa.

Vicente Blasco Ibáñez, La barraca

sábado, 23 de julio de 2011

Don DeLillo - Submundo

                                                                                                           
                                                                                                
                                                                                                  

     Lockman se dispone a golpear ligeramente la bola.
     En la grada superior hay un hombre que se dedica a hojear un ejemplar del último número de Life. En la calle Doce de Brooklyn hay un hombre que ha conectado un magnetófono a su radio para poder grabar la voz de Russ Hodges mientras retransmite el partido. El hombre ignora por qué lo hace. Se trata simplemente de un impulso, de un capricho, es como asistir dos veces al mismo partido, es como ser joven y ser viejo, pero terminará siendo la única grabación conocida de la célebre crónica que haga Russ de los momentos finales del partido. Del partido y de sus prolongaciones. La mujer que cuece el repollo. El hombre que desearía abandonar la bebida. Unos y otros, representan el alma más remota del partido. Vinculados por la voz pulsante de la radio, conectados al boca a boca que recita el tanteo por la calle y a los hinchas que llaman a un número especial y a la multitud del estadio, convertida en imagen de televisión, personas del tamaño de medianos de arroz, y el partido en forma de rumor y conjetura e historia local. Hay en el Bronx un chaval de dieciséis años que se lleva la radio a la azotea del edificio para poder escucharlo a solas, un hincha de los Dodgers tendido bajo el crepúsculo que recoge el relato del golpe fallido y de la pelota que asegura la carrera del empate y que alza la mirada sobre los tejados, sobre esas playas de alquitrán, con sus tendederos y sus palomares y sus áticos esparcidos, y siente un escalofrío. El partido no cambia tu modo de dormir o de lavarte la cara o de masticar tus alimentos. Cambia nada menos que tu vida.

Don DeLillo, Submundo, Circe Ediciones, 2000



sábado, 2 de julio de 2011

Moby Dick - La matanza de los tiburones







Pero en la espumosa confusión de los adversarios que se debatían mezclados, los tiradores no siempre daban en el blanco: esto reveló otro aspecto de la increíble voracidad del enemigo. Los tiburones no sólo se mordían ferozmente las vísceras colgantes unos a otros, sino que se doblaban como arcos flexibles y se mordían a sí mismos, de modo que al fin esas entrañas parecían tragadas una y otra vez por la misma boca para ser arrojadas por la herida abierta en el lado opuesto. Y esto no era todo. Era peligroso mezclarse con los cadáveres y los espectros de esos seres. En sus huesos y articulaciones parecía esconderse una especie de vitalidad genérica o panteísta, aun después de extinguirse lo que podríamos llamar la vida individual. Muerto e izado a bordo para quitarle la piel, uno de esos tiburones estuvo a punto de arrancar una mano al pobre Queequeg, cuando éste trató de bajar el belfo muerto sobre la quijada asesina.

Herman Melville, Moby Dick, Mondadori, 2003

lunes, 6 de diciembre de 2010

Sueño de Polífilo







Si deseas, lector, conocer brevemente lo que se contiene en esta obra, sabe que Polífilo cuenta en ella que vio en sueños cosas admirables y que la llama, con vocablo griego, lucha de amor en sueños. En ella finge que ha visto muchas cosas propias de la Antigüedad y dignas de memoria. Y describe punto por punto, con palabras apropiadas y estilo elegante, todo lo que dice haber visto: pirámides, obeliscos, enormes ruinas de edificios, las distintas clases de columnas, su medida, los capitales, basas, epístilos o arquitrabes rectos, arquitrabes curvos, zóforos o frisos y cornisas con sus ornamentos. Un gran caballo, un elefante tremendo, un coloso, una puerta magnífica con sus medidas y sus ornamentos, un espanto, los cinco sentidos en cinco ninfas, un baño egregio, fuentes, el palacio de la reina que es el libre albedrío, un banquete regio y superexcelente; la diversidad de joyas o piedras preciosas y su naturaleza; un juego de ajedrez a modo de baile con tres medidas de sonido. Tres jardines: uno de vidrio, uno de seda, uno en forma de laberinto, que es la vida humana. Un peristilo de ladrillo, en cuyo centro estaba representada la Trinidad en figuras jeroglíficas, es decir, sagrados relieves egipcios. Las tres puertas y en cuál de ellas se quedó, y cómo estaba vestida Polia y cuál era su talante. (...)

Francesco Colonna, Sueño de Polífilo, ed. Pilar Pedraza, Barcelona, Acantilado, 2008

domingo, 31 de octubre de 2010

Ricardo Menéndez Salmón - La luz es más antigua que el amor







(...) Un cuadro totalmente negro que lo devoró la mañana del 25 de febrero de 1970 en su estudio de Nueva York, exactamente 51 semanas antes de que yo, el autor de La luz es más antigua que el amor, naciera al otro lado del Atlántico, en una ciudad junto al mar que arrastra la dudosa fama de no haber sido nunca novelada con genio.
Poco antes de morir, proféticamente escribió:

"Mi capacidad de mirar es tal que mis ojos terminarán por consumirse. Y este desgaste de las pupilas será la enfermedad que me llevará a morir. Una noche miraré tan fijamente en la oscuridad que terminaré dentro de ella."

Palabra de Rothko.

Ricardo Menéndez Salmón, La luz es más antigua que el amor, Seix Barral

sábado, 23 de octubre de 2010

Heinrich von Kleist - La Marquesa de O







Antes creería -respondió la Marquesa- que los sepulcros se pueden fecundar y que del vientre de los cadáveres se puede nacer.

-Pues entonces, mujer -dijo la esposa del Coronel, estrechándola entre sus brazos-, ¿qué te preocupa? Si tu conciencia está limpia de toda culpa, ¿por qué te va a inquietar un diagnóstico, aunque fuera de toda una camarilla de médicos? ¿No te da igual que sea por un error o por malicia? Pero lo que sí conviene es decírselo al padre.

Heinrich von Kleist, de La Marquesa de O y otros cuentos, Valdemar

miércoles, 9 de junio de 2010

Marcel Schwob - El libro de Monelle






(...) Sé olvidadizo de todo.
Con un punzón acerado te ocuparás de matar pacientemente tus recuerdos, tal como el antiguo emperador mataba las moscas.
No hagas durar tu felicidad por el recuerdo hasta el porvenir.
No te acuerdes y no preveas.
No digas: trabajo para adquirir; trabajo para olvidar. Sé olvidadizo de la adquisición y del trabajo.
Álzate contra todo trabajo; contra toda actividad que exceda el momento, álzate.
Que tu marcha no vaya de un lado a otro; porque no existe tal cosa; pero que cada uno de tus pasos sea una proyección restablecida.
Borrarás con tu pie izquierdo la huella de tu pie derecho.
Desconócete a ti mismo.
No te preocupes por tu libertad: olvídate de ti mismo.

Y Monelle dijo: Te hablaré de mis palabras.

Las palabras son palabras mientras son dichas.
Las palabras conservadas están muertas y producen pestilencia.
Escucha mis palabras habladas y no actúes de acuerdo con mis palabras escritas.

Después de hablar así en el páramo, Monelle calló y se puso triste: porque debía sumirse otra vez en la noche.

Y de lejos me dijo: Olvídame y te seré restituida.

Miré por la planicie, y vi alzarse a las hermanas de Monelle.

Marcel Schwob, El libro de Monelle

http://bibliotecaignoria.blogspot.com/

sábado, 27 de marzo de 2010

Fahrenheit 451






Mientras andaban, Montag fue escrutando un rostro tras de otro.
-No juzgue un libro por su sobrecubierta -dijo alguien.
Y todos rieron silenciosamente, mientras se movían río abajo.




Ray Bradbury, Fahrenheit 451, Plaza & Janés

sábado, 13 de marzo de 2010

Robert Walser - Jakob von Gunten






Yo, por ejemplo, estoy convencido de que Peter cosechará éxitos francamente escandalosos en la vida, y, cosa extraña, se los deseo. Más aún: tengo la sensación -una sensación muy confortable, punzante y placentera- de que algún día me tocará en suerte un amo, un patrón o un jefe igual a ese futuro Peter, pues los tontos como él están hechos para llegar lejos, para escalar, vivir bien y mandar, mientras que quienes, como yo, son en cierto sentido inteligentes, han de tolerar que sus propios talentos florezcan y se marchiten al servicio de otros. Yo, yo seré algo muy humilde y pequeño. La intuición que me lo dice tiene valor de hecho consumado e intangible. Dios mío, ¿cómo es que aún conservo tantísimo valor para vivir? ¿Qué me pasa? A menudo siento miedo de mí mismo, pero me dura poco. No, no; confío en mí. Aunque ¿no es esto francamente divertido?

Robert Walser, Jakob von Gunten, Siruela

sábado, 6 de marzo de 2010

Muerte de don Beltrán






En los campos de Alventosa
mataron a don Beltrán,
nunca lo echaron de menos
hasta los puertos pasar.
Siete veces echan suertes
quién lo volverá a buscar,
todas siete le cupieron
al buen viejo de su padre;
las tres fueron por malicia
y las cuatro por maldad.
Vuelve riendas al caballo
y vuélveselo a buscar,
de noche por el camino,
de día por jaral.
Por la matanza va el viejo,
por la matanza adelante;
los brazos lleva cansados
de los muertos rodear,
no hallaba al que busca,
ni menos la su señal;
vido todos los franceses
y no vido a don Beltrán.
Maldiciendo iba el vino,
maldiciendo iba el pan,
el que comían los moros,
que no el de la cristiandad;
maldiciendo iba el árbol
que solo en el campo nace,
que todas las aves del cielo
allí se vienen a asentar,
que ni de rama ni de hoja
no le dejaban gozar;
maldiciendo iba el caballero
que cabalgaba sin paje:
si se le cae la lanza
no tiene quien se la alce,
y si se le cae la espuela
no tiene quién se la calce;
maldiciendo iba la mujer
que tan sólo un hijo para:
si enemigos se lo matan
no tiene quién lo vengar.
A la entrada de un puerto,
saliendo de un arenal,
vido en esto estar un moro
que velaba en un adarve;
hablole en algarabía,
como aquel que bien la sabe:
-Por Dios te ruego, el moro,
me digas una verdad:
caballero de armas blancas
si lo viste acá pasar,
y si tú lo tienes preso,
a oro te lo pesarán,
y si tú lo tienes muerto
désmelo para enterrar,
pues que el cuerpo sin el alma
sólo un dinero no vale.
-Ese caballero, amigo,
dime tú qué señas trae.
-Blancas armas son las suyas
y el caballero es alazán,
en el carrillo derecho
él tenía una señal,
que siendo niño pequeño
se la hizo un gavilán.
-Aquel caballero, amigo,
muerto está en aquel pradal;
las piernas tiene en el agua,
y el cuerpo en el arenal;
siete lanzadas tenía
desde el hombro al carcañal
y otras tanta el caballo
desde la chincha al pretal.
No le des culpa al caballo,
que no se la puedes dar,
siete veces lo sacó
sin herida y sin señal,
y otras tantas lo volvió
con ganas de pelear.

Romancero, edición de Alejandro González Segura, Alianza Editorial

sábado, 12 de diciembre de 2009

Historia de Nastagio degli Onesti


Sandro Botticelli, Historia de Nastagio deglio Onesti (1483), primera parte


(...)Y sucede que cada viernes, hacia esta hora, la alcanzo aquí y aquí hago la matanza que verás; y los demás días no creas que descansamos, sino que la alcanzo en otros lugares donde ella obró y pensó contra mí cruelmente; y habiéndome convertido de amante en enemigo, como ves, debo seguirla tantos años como meses ella fue cruel conmigo.

Giovanni Boccaccio, Decamerón, Cátedra