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Pero no le hizo notar esta contradicción, porque creía que Odette, abandonada a sí misma, soltaría quizá alguna mentira que sería indicio, aunque débil, de la verdad; hablaba ella y Swann no la interrumpía; recogía con ávida y dolorosa devoción las palabras de Odette, sintiendo -precisamente porque tras ellas la ocultaba al hablar- que sus frases, como un velo sagrado, guardaban vagamente el relieve y dibujaban el indeciso modelado de esta realidad infinitamente preciosa y, por desgracia, inasequible: lo que estaba haciendo un rato antes, a las tres, cuando él llegó, realidad que nunca poseería más que en aquellos ilegibles y divinos vestigios de las mentiras y que la contemplaba sin saber lo preciosa que era y que no la entregaría nunca. Claro que, a ratos, sospechaba que los actos de Odette no eran en sí mismos de arrebatador interés y que las relaciones que Odette pudiera tener con otros hombres no exhalaban, naturalmente, de modo universal y para todo ser pensante, una tristeza mórbida e inspiradora de la fiebre del suicidio. Y se daba cuenta de que tal interés y tal tristeza eran en él como una enfermedad, y que cuando se curara de ella, los actos de Odette, los besos que diera a otros hombres, se le aparecerían tan inofensivos como los de cualquier otra mujer. Pero el que la curiosidad dolorosa que ahora le inspiraban a Swann tuviera una causa puramente subjetiva no bastaba para que llegara a considerar que era absurda la importancia dada a esa curiosidad y lo que hacía para satisfacerla.Marcel Proust, Por el camino de Swann
2 comentarios:
muy intensa la descripcion, casi me senti él escuchandola a ella...
En algún momento todos hemos sido Swann.
Salud,
P.
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