sábado, 31 de enero de 2009

R. L. Stevenson - La isla del tesoro







Mientras me encontraba allí indeciso, salió un hombre de un cuarto lateral y, en cuanto lo vi, comprendí que aquél era John el Largo. Tenía la pierna izquierda amputada casi a la altura de la cadera y bajo el brazo izquierdo llevaba una muleta que manejaba con asombrosa destreza, saltando de un lado para otro como un pájaro. Era muy alto y fuerte y tenía la cara tan grande como un jamón, aplastada y pálida, pero de expresión inteligente y risueña. La verdad es que parecía que estaba de excelente humor y silbaba mientras iba de un lado para otro entre las mesas, dirigiendo a sus parroquianos predilectos una palabra amable o dándoles una palmada en el hombro.
Para seros sincero he de decir que, desde que el caballero Trelawney mencionara por primera vez en su carta a John el Largo, se me había metido en la cabeza la idea de que pudiera ser el dichoso marinero cojo del que estuve tan pendiente en mi querida posada de Benbow. Pero me bastó echarle un vistazo al hombre que tenía delante. Yo había visto al capitán y a Perro Negro y al ciego Pew, y creía que era capaz de reconocer a un bucanero: alguien muy distinto, en mi opinión, de aquel tabernero aseado y cordial.

Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro

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