domingo, 26 de abril de 2009

Ricardo III






GLÓSTER.–

Trocó el invierno ya de nuestras cuitas.
El sol de York en esplendente estío;
Y las nubes, terror de nuestra casa,
El hondo seno de la mar sepulta.
Gloriosos lauros nuestras frentes ciñen,
Melladas armas penden cual trofeos,
Plácemes son nuestros alertas rudos.
Dúlces acordes las siniestras marchas.
La torva guerra el ceño desarruga;
Y, en vez de cabalgar cordel bardado,
Asombro de feroces enemigos,
En los estrados femeniles trisca
Al lascivo compás de la vihuela.
Mas yo, que no nací para el retozo,
Ni hago la corte al amoroso espejo;
Yo, mal fraguado, que de amor no luzco
La majestad ante donosa ninfa,
Yo, de tales ventajas excluido,
Privado por falaz naturaleza
De distinción, deforme, de repente
A medio hacer encaminado al mundo,
Y eso tan mal y de tan torpe modo
Que el can me ladra al divisar mi garbo;
En este tiempo yo de paz y fiesta,
Para matar el tiempo no hallo goce,
A no ser que, mirando al sol mi sombra,
Sobre mi propia imperfección discurra,
Y así, pues ser amado no es posible,
Ni entretener tan agradables días,
Determinado tengo ser infame
Y odiar los vanos goces de estos días.
Asechanzas tendía, planes arteros,
Por torpes profecías secundados,
Por libelos y sueños, porque lleguen
Clarens mi hermano y el monarca a odiarse;
Y, aun siendo Eduardo tan leal y justo
Cual falso yo, sutil y traicionero,
Hoy debe ser encarcelado Clarens;
Porque jota será, según ruin sino,
De los hijos de Eduardo el asesino.
¡Del alma a lo profundo, pensamientos!
Clarens llega. (...)

William Shakespeare, Ricardo III, Acto primero,
Biblioteca Edaf

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