sábado, 23 de febrero de 2008

Horacio





Se han ido las nieves, vuelve ya el césped a las llanuras y a los árboles sus cabelleras de hojas; cambia la tierra de aspecto y, decreciendo los ríos, dejan secas sus riberas; una de las Gracias, con las Ninfas y sus dos hermanas, se atreve a dirigir desnuda las danzas.
No esperes la inmortalidad: tal es el aviso del año y de la hora que arrebata al nutricio día.
Los fríos se templan al soplo de los Zéfiros, a la primavera la arrolla el verano, que habrá de sucumbir, a su vez, tan pronto como el pomífero otoño haya derramado sus frutos, y viene corriendo más tarde de nuevo el invierno inactivo. Aunque las rápidas lunas reparan sus menguas en el cielo, nosotros, cuando descendemos allí donde moran el padre Eneas, donde el rico Tulo y Anco, somos polvo y sombra.
¿Quién sabe si los dioses de arriba añadirán el día de mañana a la suma de hoy? Todo lo que hayas concedido a tu propio capricho en calidad de amigo, escapará a las manos avarientas de tu heredero.
Tan pronto como hayas muerto y haya Minos pronunciado sobre ti su veredicto sonoro, no te devolverá a la vida, Torcuato, ni linaje ni elocuencia ni piedad; pues tampoco Diana puede librar al casto Hipólito de las tinieblas infernales, ni tiene fuerza Teseo para romper las cadenas del Leteo que sujetan a su amigo Pirítoo.


Horacio, Odas IV, 7

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