sábado, 20 de octubre de 2007

Propercio



No temo ahora conocer contigo el mar de Adria,
Tulo, ni conducir las velas por la sal egea,
pues contigo podría ascender a los montes rifeos
e ir más allá de las casas memnonias;
mas me retienen las palabras de mi amada que se abraza a mí,
y graves ruegos a menudo con color mudado.
Durante noches enteras me revela sus fuegos
y, abandonada, se queja de que no existen los dioses;
ella me asegura que ya no es mía, amenaza,
como suele una amiga triste a su hombre ingrato.
Ya no puedo resistir una hora más a estas quejas:
¡ah! ¡que perezca, si alguno puede amar en calma!
¿O vale tanto para mí conocer la docta Atenas
y contemplar las riquezas antiguas de Asia,
como para que una vez botada la popa, Cintia me grite
injurias y se arañe el rostro con furiosas manos
y pida al viento contrario los besos que le son debidos,
y que no existe nada más duro que un hombre infiel?
Intenta tú superar las segures merecidas por tu tío
y llevar viejas leyes a olvidados aliados.
Tu vida pues, nunca se entregó de lleno al amor
y su preocupación fue siempre la de las armas patrias.
¡Que jamás ese niño te brinde mis fatigas
y todas las cosas conocidas por mis lágrimas!
Déjame a mí, a quien la fortuna quiso siempre que yaciera
y que entregue esta alma a la indolencia extrema.
Muchos perecieron con agrado en un largo amor,
en el número de los cuales la tierra también me cubra.
No nací para la gloria, ni diestro en armas:
los hados quieren que yo padezca esta milicia.
Pero tú, ya por donde se tiende la muelle Jonia,
ya por donde el agua del Pactolo tiñe las lidias praderas,
ya recorras las tierras con los pies, ya los mares con los remos,
tendrás parte pues del aceptado imperio:
entonces, si tienes un momento como para acordarte de mí
conocerás que yo vivo bajo dura estrella.


Propercio, Elegías, I, 6



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